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jueves, 21 noviembre 2024
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Kill Bill: La venganza – Vol. 1: La máscara de la muerte amarilla

Por Juan Blanco

Para aquel al que todavía no le haya quedado claro, Kill Bill es la 4ta película de Quentin Tarantino (aunque en realidad es la quinta, pero no importa). Sí, el director de Pulp Fiction está de vuelta y parece querer hacérnoslo notar; tal es así que hasta se auto-promociona en los mismísimos créditos iniciales poniendo que es su cuarto trabajo como director, cosa que ya se había venido viendo desde el trailer, el afiche, los spots internacionales y las tantas otras previas más. Kill Bill, ¿ya mencioné que era la 4ta “flick” de Quentin Tarantino? es por cierto una gran película, o al menos un gran ejercicio de estilo. Una, también cierto, de las más difíciles de trabajar desde la recepción -tanto crítica o bien cinéfila como circunstancial o pasatista- que afronté en mucho tiempo.

Por un lado es una gran película porque a través de ella Tarantino manifiesta un inmenso amor por el cine, por sus múltiples códigos y sus ilimitadas licencias, y eso la magnifica. Por esa misma toma de conciencia de que el cine es el arte más abarcador de todos, o mejor dicho el compendio de todos los otros juntos, es que Kill Bill juega con las reglas de todos los juegos y resulta tan asombrosa a la vista. Esto es innegable para cualquiera.

Queda claro entonces que las virtudes de Kill Bill son muchas, pero también debe quedar claro que casi todas ellas son estéticas o bien concernientes a las formas. Esta común debilidad para la mayoría de los proyectos que predican tal utilitaria religión (porque suelen ser -como en este caso- anécdotas de lo más ramplonas e inconsistentes), para Tarantino resulta el soporte ideal para demostrar que sabe filmar y persuadir al público con ello; y sí que sabe (en ese predicamento se parece y mucho a Brian De Palma). Sabe y le gusta compartirlo, pero muy a su manera. Por ello Kill Bill, la historia de la venganza descarnada de una mujer hacia quienes le quitaron la vida a su bebé nonato, a su esposo y trataron de hacérselo a ella misma, se abusa de los más cáusticos vicios Tarantinescos, esos registros violentos a los que él llama parte de su vocabulario cinematográfico (como quien no puede dejar de decir “boludo” cada dos palabras cuando habla). En sus artificiosos excesos Kill Bill pareciera querer mitigar las penas de sus personajes y de su historia e invitar a un juego que se vende ficticio y que se pretende gracioso, a pesar de lo terrible de muchas de sus situaciones. No me convenció del todo el recurso. Incluso me puso a pensar en Jackie Chan, y en cómo se presta en sus películas (las hongkonesas) la violencia no violenta; aquel ingenioso provecho de esa acción física necesaria para el cine de artes marciales. Pero en Kill Bill la cosa funciona de otra manera. Hay intención de homenaje al cine de acción oriental y a todo lo visceral del mismo, estamos de acuerdo, pero hay consecuencias más allá del efecto cool o de la “ficción pulposa”…

Así como pasaba con Paul Verhoeven en Invasión, en Kill Bill también se podría especular con el discurso antifascista a través de un fascismo exacerbado que lograría anularse a sí mismo. Tarantino habla de pedofilia, de violación, de justicia por mano propia, de crimen organizado, de asesinato a sangre fría, de impunidad, y se caga de risa de todo en un relato que mezcla –con mucha calidad- códigos del spaghetti western, del cine de gánsters oriental, del género yakuza hasta el samurai, del manga, del cine trash, y que musicaliza –también muy bien y de manera muy arriesgada- con una banda de las geografías más disímiles y de un anacronismo casi atemporal.

En su packaging Kill Bill es ese gran goce cinéfilo, sólo que debajo de su espesa espuma gore se esconde un film terrible en contenido; un discurso turbio escudado en trivialidades estéticas y en un sinfín de homenajes y citas a los géneros que la excusan como para dar la pauta de instruido e inocentemente cinematográfico. Y Tarantino es muy hábil y por ello diera la impresión de estar frente a aquel mencionado ejercicio de estilo puro e inofensivo. Dudo que sea tanto como eso. Aunque, por otro lado, a Tarantino tampoco puede culpárselo de una intención malsana de burla hacia sus personajes y hacia el espectador, puesto que no es un chico malo, más bien uno inmaduro que quiere jugar al cirujano con serrucho. Por eso Kill Bill resulta una película tan compleja: porque a Tarantino cuesta tanto regañarlo por ella como aplaudirlo. No se si esto refleja la imprecisión de su obra o una simple irreverencia premeditada para dar cuenta de la polifuncionalidad de la misma representación cinematográfica. Sea como sea, me niego a pensar que Tarantino pasa a consolidar su genialidad artística con Kill Bill.

Lo que se interpone entre la película y la merecida categoría de obra maestra es el mismo Tarantino; la arrogancia que lo obliga a ponerse por delante de su propio proyecto y que lo incita confusamente a buscar trascendencia en transgresiones que atentan contra toda moral y buen gusto (y eso que soy una de las personas menos cinematográficamente escrupulosas que conozco). Detalles como la pavadota de la cuarta película o egoísmos tales como adelantar que Bill es David Carradine sin necesidad, son los que hacen a Kill Bill -amén de sus logros formales- un proyecto ofensivo por su soberbia.

Por lo que hace al espectador, puede causar incomodidad y regodeo a la vez tomar conciencia del seductor placer al que Tarantino invita con cada despliegue sangriento en que Uma Thurman mata vestida del amarillo rabioso que usara Bruce Lee en su última película, o bien con cada instancia en que “la Novia” (así le llaman por cuestiones argumentales) hace uso y abuso de sus dotes guerreros por venganza (ver la parte que asesina a una de sus enemigas frente a la hija de ésta). Pero Tarantino y Kill Bill logran hacer partícipe al público de ese placer culpable que implica ser malo, muy malo y en plena ejecución de las atrocidades menos dignas y más inenarrables. Por esa atroz habilidad lo felicito.

Kill Bill es una obra tramposa y hay que tenerle cierto respeto. Da para divertirse, para comer mucho pochoclo, para mover la cabeza al compás de una de las bandas sonoras más ingeniosas de los últimos tiempos, y quizás para aplaudir en manifestación de una euforia que daría cierta pena ocultar. Pero también es una película para ponerse a pensar si hasta la más impresionante retórica estética puede justificar una ideología como la que alberga en espíritu Quentin Tarantino, y por defecto la hipnótica Kill Bill. Tómenlo o déjenlo.

Título: Kill Bill: La venganza – Vol. 1.
Título Original: Kill Bill: Volume 1 .
Dirección: Quentin Tarantino.
Intérpretes: Uma Thurman, Lucy Liu, Daryl Hannah, Vivica A. Fox, Sonny Chiba, Chiaki Kuriyama, Michael Bowen, Julie Dreyfus, Michael Parks, David Carradine y Michael Madsen.
Género: Acción, Crimen, Drama.
Clasificación: Apta mayores de 18 años.
Duración: 111 minutos.
Origen: EE.UU./ Hong Kong.
Año de realización: 2003.
Distribuidora: Buena Vista.
Fecha de Estreno: 27/11/2003.

Puntaje: 7 (siete)

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