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sábado, 23 noviembre 2024
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Dossier David Lynch: Entre terciopelos azules y cortinas rojas

Por Juan Blanco

Temas como la independencia o la autoría en el mundo del cine siempre resultaron espinosos (sobre todo el segundo), y en cierta forma distan de dejar de hacerlo o de intentarlo. Mientras que el primero remite a meras cuestiones de producción y atiende a la parte burocrática del cine, el segundo centra su atención en un aspecto fundamental para que la experiencia cinematográfica exista como arte antes que como un negocio: la creatividad. En el más idílico de los casos, una película independiente es aquella concebida fuera de los parámetros industriales y solventada por quienes a su vez estarían a cargo de su concepción; desprendiéndose de esto, un realizador independiente sería entonces aquel que banca monetariamente sus propios proyectos, sin la ayuda de ningún estudio, multimedia, o entidad financiera dispuesta a invertir en el asunto. La autoría, en cambio, responde a un discurso, a una mirada sobre el mundo, sobre el cine, y a un punto de vista según el cual esas miradas se puedan fundir hasta crear un universo con códigos propios.

Pero como aclaré al principio, tanto la independencia como la autoría son términos con fronteras difusas, a tal punto de que la mención de alguno de ellos puede crear una inferencia indeseada, pero eso no importa. A pesar de todo, existe la posibilidad de definir estilos, discursos personales y comprometidos, y así se puede llegar al reconocimiento de artistas –más precisamente directores de cine- que, más allá de querérselos llamar autores o cineastas independientes (por una simple cuestión de semántica), pueden identificarse con nobleza y respetarse como auténticos, sin derecho a objetar sobre eso.

Para hablar de David Lynch hay que considerar lo anterior como una simple formalidad ya pasada de moda, puesto que a duras penas habría de reconocerle a este amante de las luces fuertes y cortinas rojas sus debidos méritos como realizador, así también como escritor, productor, actor, compositor, sonidista, montajista, y director de fotografía, de arte y de efectos visuales. Es por eso que así se decida denominarlo autor, artista independiente, ladrón de gallinas o simple artesano, nunca podrá negársele su competencia, su particular y anómala visión del mundo, del arte (o al menos del cine) y por sobre todo -haciendo un recorte sobre lo último- del mismísimo Hollywood. De modo tal que antes que proseguir el recorrido por su universo, hay que aclarar que David Lynch es un capítulo irrepetible dentro de la historia del cine, y eso es indiscutido.

David Lynch nació hace 56 años un 20 de enero (comparte la fecha con otro ilustre, Federico Fellini, de quien admira fervientemente 8 y medio) en un pequeño pueblo americano -como en los que años más tarde disfrutaría contextualizando sus historias- llamado Missoula, ubicado en el estado de Montana. Habiendo sido un muchacho acostumbrado a mudarse de un lugar a otro durante toda su infancia y adolescencia -según las reasignaciones que sufría de tanto en tanto su padre trabajando como científico-, David se nutrió de una vasta experiencia en el mundo del arte tras asistir a numerosas escuelas de arte. Desde su adolescencia que tiene su gustito por la pintura y ya desde entonces se perfilaría su gran sentido plástico, en particular después de que su última escala en una academia en los suburbios de Filadelfia lo inspirara para dar vida a su primer largometraje, Eraserhead (Cabeza Borradora, 1977). Antes de este proyecto, David contó con cuatro

Eraserhead (1977)

cortometrajes que ya lo irían predisponiendo como un cáustico realizador con un especial deleite en el gore. Su primer corto Six Figures Getting Sick (Seis figuras enfermándose, 1966) consistía en un grupo de gente vomitando con sus cabezas incendiadas, mientras un efecto de montaje volvía esa experiencia aún más psicodélica de lo que ya era por naturaleza. El segundo, The Alphabet (El alfabeto, 1968), también traía a cuento algo desagradable que involucraba un baño de sangre sobre una chica, después de que una figura pequeña en sincronía con los cantos de un grupo de niños fuera dando forma a las letras del alfabeto. En 1970 se despachó con The Grandmother (La abuela), un nuevo corto en el que un niño plantaba unas raras semillas que daban como fruto a una abuela (?!). Y finalmente, en 1974 daría el paso preliminar antes de su primer largo con un cortito de cinco minutos de duración llamado The Amputee (La amputación); como ya se estima por su título, tenía que ver con amputaciones, sangre, humor negro, y con el plus de ver al mismo Lynch con peluca y en un precioso atuendo de enfermera.

Tal como se advierte con semejante preámbulo, David Lynch no sería un director más dentro de la historia del cine americano -si era que en algún momento podría concretar su paso a la ligas mayores-, y definitivamente no lo fue. Su primer intento en largo fue entonces Eraserhead, gracias a la confianza que depositó en él un productor llamado Ben Barenholtz.

Eraserhead resulta hoy la columna vertebral del cine Lynchiano. Con ella, todas las ideas dispersas que Lynch había tratado de cohesionar en sus truculentos cortos por fin salían a la luz. Por más que con el correr de los años sus temas hayan variado, sus texturas se hayan perfeccionado, y el dinero haya ido y venido lo suficiente como para otorgarle más o menos libertades, Eraserhead resume las influencias, los miedos y la opinión que Lynch siempre tuvo, tiene y tendrá en lo que refiere al cine. Siendo muy joven masticó ideas y entrenó su inconsciente en vastas horas de sueño ininterrumpido, hasta que al fin se le dio la posibilidad de plasmar toda su podredumbre en un tramo de celuloide que durara más que cinco escasos minutos. Fue su diamante en bruto, su proyecto más puro (es un decir). Por eso, siempre que se intente hablar de Lynch hay que primero pegarle una revisión a esta, su primera película, para recordar de dónde viene y cómo tenemos que sintonizar su presente.

Eraserhead era un film de alto exotismo, molesto y en apariencia sin razón (literalmente, no la tiene). Su soporte contextual era un espacio semi-onírico como en el que de la mano de Luis Buñuel se tenía la impresión de estar viviendo una pesadilla interminable en Un Perro Andaluz; mientras, su anécdota concreta descansaba sobre un relato con esa complexión casi imposible de desentrañar por confusa, inconexa y hasta burlona que perpetraba François Truffaut en Disparen sobre el pianista; y por último, aparece hasta la influencia del “hombre falsamente acusado” de Hitchcock en tanto el héroe (o antihéroe) es un tipo involucrado por esas circunstancias de la vida en algo que tiene que atravesar a la fuerza, sin entender nada de lo que le pasa (lugar ideal para conectarse con el espectador), pero que se obliga a soñarlo (o a vivirlo) de todas maneras. Con el correr de los minutos, la impaciencia, la molestia corporal y la confusión se terminan adueñando del público hasta llevarlo a concluir que David (a esa altura ya tenemos un grado de confianza extremo) está absolutamente loco, cuando en verdad no es la locura lo que mueve a Lynch (eso aparte), sino una tremenda astucia y aquel famoso discurso –en este caso, sobre el cine- tan noble y personal del que hacíamos mención en el comienzo. Más allá de ser una extravagancia súper incómoda, Eraserhead es una muestra de manipulación sobre la narración cinematográfica con un rigor estético sobrenatural.

De Eraserhead se empezaron a desprender otros conceptos surrealistas para nutrir el resto de su obra. Para su siguiente proyecto, El hombre elefante (1980), con Anthony Hopkins y John Hurt en los roles estelares, Lynch ya contaba con todo el dinero que no habría ni soñado para completar Eraserhead, producto del interés que despertó esta última en nada menos que Mel Brooks (y pensar que George Lucas le ofreció dirigir El regreso del Jedi pero Lynch no aceptó). Si bien El hombre elefante no contaba ni con la décima parte de la excentricidad de su anterior película, todavía la noción de “sujeto freak” enfrentando la adversidad se mantenía a flote casi de forma tan clara como en la otra. Basada en una historia verídica, la anécdota giraba en torno a John Merrick (Hurt), un hombre con serias deformaciones físicas que era rescatado de un circo por un médico londinense (Hopkins), con pretensiones de estudiarlo e integrarlo a la sociedad. Pero todo esto traería aparejadas funestas consecuencias, las cuales ya pasarían a agregar una constante más para Lynch en su cinematografía: la idea de que la sociedad es un círculo enfermizo y prejuicioso, y que por defecto transforma al mundo en un lugar horroroso, indigno de habitar.

El universo negro de Lynch se extiende en casi todas sus películas; los personajes raros y difícilmente empáticos excusan desde las más variadas historias, usualmente pesimistas y al punto de la frustración absoluta. Por eso es tan difícil imaginar a David Lynch dentro de la industria de Hollywood, y por eso ni se piensa en hacerlo. Su deleite por las costumbres europeas –especialmente por Francia-, su noción casi experimental del cine que muestra a ese eterno iniciado que vive probando nuevas formas de montar y de articular ideas, así como su visión desahuciada del mundo, lo convirtieron en una oveja negra que, por más que quisiera, nunca podría formar parte de la gran familia de Hollywood. Aún en su más esmerado intento, la industria se chocó contra una pared cuando después del éxito de El hombre elefante eligió a Lynch para dirigir lo que se pretendía un mega suceso de ciencia ficción llamado Duna (1984). Con este proyecto, David demostró que el dinero no era para él un recurso que lo obligaría a concebir un film complaciente, sino sólo un medio para un fin propio: satisfacer a su niño interno y crear polémica con ello.

Duna (1984)

Lo concreto es que Duna resultó un fracaso de taquilla, y una experiencia de ciencia ficción que poco o nada tenía que ver con la producción inofensiva que Hollywood acostumbraba a albergar bajo su paraguas. Por el contrario, terminó en los mil y un problemas para definir su corte final (nadie la entendía), y en definitiva acabó como una locura descontrolada que apelaba al grotesco, al mal gusto y a la incoherencia sin importarle mucho las consecuencias. Hoy hay que considerar que el hecho de que Lynch haya hecho caso omiso de todas las presiones de la industria, deja claro que su independencia se iba a traducir en algo más que en asuntos de dinero: en la firmeza sus ideas.

Cuando llegara Terciopelo Azul (Blue Velvet) dos años después que Duna, Lynch procedería al destape sexual que hasta entonces se habría esbozado, pero nunca manifestado con el porte travieso del voyeur que en su afán por ser un testigo no invitado, se termina enroscando en un juego de muerte, drogas y amor desenfrenado. Para dar vida a Blue Velvet David contó nuevamente con la presencia de Kyle MacLachlan en el papel estelar (ya se lo había visto en Duna), y completó el cuarteto central con Dennis Hopper (súper enfermo), Isabella Rossellini (una amante de David por esos tiempos) y Laura Dern (otra de sus frecuentes estrellas). Hoy es uno de sus films más exitosos, representativos y honestos, aunque fuera de los exotismos formales acostumbrados, pero no así a nivel temático.

Terciopelo azul (1986)

En la transición entre fines de los ‘80s y los comienzos de los ‘90s, Lynch se aventuró en la televisión con una osadía bastante importante. Así se registra Les Francais vus par… en 1988, con la colaboración de Luigi Comencini y Jean-Luc Godard, Crónicas Americanas en 1990, y en el mismo año una manifestación de amor hacia la música (algo también de extrema delicadeza en sus películas) con Sinfonía Industrial número 1: El sueño del corazón roto. De hecho, David cuenta con una amplia colaboración y gran amistad con el compositor Angelo Badalamenti.

Todavía en el ambiente de la TV, David inició con la serie Twin Peaks una suerte de misterio coral compuesto con tantos personajes como sólo él puede pensarlo, y donde todos esconden más de lo que un ser común puede soportar. Hoy se tiene tan sólo el registro de los dos primeros capítulos en video (con una nueva colaboración de MacLachlan), contando con un final para ambos que admitiera la edición con independencia de la serie. Unos años más tarde, una vez fracasada la misma y disuelta por cuestiones obvias, Lynch se tiraría a la pileta con una versión para cine de Twin Peaks, llamada El fuego camina conmigo (1992), película que aún asusta con su tono sarcástico y que pareciera ser hoy el único trabajo con el cual se dispuso molestar intencionalmente al público. Quizás en tono de venganza, quizás de manera involuntaria, como él afirma que sucede con cada nueva confusión de caracteres. Pero esta última tendría lugar después de que David saltara de la pantalla chica a la grande en 1990 para obsequiar Corazón salvaje, film con el que ganó la Palma de Oro en Cannes. En esta road movie donde Nicolas Cage y Laura Dern dan vida a un viaje que se transforma en una radiografía de la demencia de parte de la sociedad americana, se abría una nueva brecha en la carrera de Lynch, donde ahora se evidenciaba un sentido del humor enfermizo, además de empezar a perfilarse su pasión por las carreteras. Un año antes habría deslumbrado con un corto llamado The Cowboy and the Frenchman, un western en tono de comedia donde sin mucho argumento ni la causticidad habitual en él, ya mostraba ese gran sentido del humor a explorar a futuro.

Contemporánea a El fuego…, saltó una nueva comedia televisiva en carácter de sitcom llamada En el aire (1992), muy poco exitosa y cancelada por la ABC en su tercer capítulo, seguida por Cuarto de Hotel en 1993, otra excelente pero poco redituable miniserie retro que contaba con tres episodios que recorren tres épocas y anécdotas distintas en un mismo cuarto de hotel. De esos tres episodios dos son de Lynch como realizador, pero todos cuentan con sus ideas y producción. El siguiente paso sería un experimento propuesto para reunir a cuarenta directores internacionales para dar vida a un cortometraje utilizando el original Cinematógrafo inventado por los Hnos. Lumiere, trabajando bajo las condiciones y restricciones similares de 1895. Los realizadores contaban con tres reglas para concretarlo: el film no podía durar más de 52 segundos, no se admitiría el empleo de sonido sincronizado, y no podrían contar con más de tres tomas para ejecutarlo. Entre estos directores se contó con Jaques Rivette, Zhang Yimou, Claude Lelouch, Claude Miller, Fernando Trueba, John Boorman, Liv Ullman, Win Wenders, Lasse Hallstöm, y Abbas Kiarostami entre otros, y por supuesto, también con David Lynch. Como resultado nació Lumiere y compañía (1995), conocida hoy como una de las proezas más grandes de la historia del cine.

Corazón salvaje (1990)

La próxima escala de Lynch sería dos años más tarde en la pantalla grande con un film que lo haría retroceder a sus orígenes de Cabeza Borradora: la brillante Carretera Perdida; una película que dio que hablar en festivales y que obligó a centrar la atención del mundo en este director que hacía tiempo no tenía semejante repercusión en su amado Los Angeles. Con las actuaciones de Bill Pullman y Patricia Arquette en los roles principales, este camino turbio y de pesadilla contaba un misterio a resolver, una obsesión ambigua que tiene fundamento en la psiquis de un tipo que no en vano bautizó al film como Carretera Perdida; en efecto hay una carretera (de nuevo), pero hacia dónde va es algo que nunca sabremos.

En el 99, David Lynch se mostraría como un romántico que predica la unión familiar y el poder de la voluntad en Una historia sencilla; proyecto que lo rozaría con la palabra Oscar, al menos por un buen rato. En esta historia de un anciano que atraviesa gran parte de los Estados Unidos en un pequeño tractor para visitar a su hermano enfermo, Lynch evidenció como nunca antes un gran amor y fe por uno de sus personajes, el interpretado por el desaparecido Richard Farnsworth. Lo cierto es que Una historia sencilla no puede entenderse de otra manera que como uno de esos enamoramientos que David tanto apunta en sus respuestas, y eso se ve de manera clara en sus primerísimos primeros planos del anciano y en la contemplación dulce hacia el mismo durante toda la cinta.

Ahora, dos años más tarde “El Rey de lo extraño” vuelve a la carga con lo que mejor sabe hacer: incomodar al público. En Mulholland Drive (conocida por nuestros pagos como El camino de los sueños, y siendo la segunda producción de Lynch con capitales franceses después de Una Historia sencilla), la idea de la carretera con rumbo incierto retorna para hacernos partícipes de la relación obsesiva, lésbica y surrealista entre dos mujeres unidas por un vínculo más fuerte que el amor: el de David Lynch con el arte. Con Mulholland Drive, este amante de Billy Wilder que no puede dejar de recordar Sunset Boulevard define una nueva extrañeza con “cortinas rojas” más cerca de los sueños que de la realidad, y en esa misma relación establece su discurso más consciente acerca de la representación cinematográfica. Alguna vez concebido y cancelado para televisión, este relato detectivesco onda Hitchcock psicodélico sufrió una serie de cambios que lo hacen hoy tan incomprensible como cautivante; un grandes éxitos de Lynch –ganador por este trabajo del premio al mejor director en Cannes y nominado al Oscar- en su estado más artificioso, pero no menos honesto.

Desprendiéndose de este último trabajo, hoy David Lynch es un director que asegura que lo mejor que ofrece el cine es la posibilidad de trabajar sobre extremos, contrastes. Su cine se esmera por internar a sus personajes en contextos que los ponen a prueba de la manera más anómala posible. Cuenta que verlos en ese estado de oscuridad y confusión natural para el ser humano le resulta de extrema belleza, y que lo más divertido es seguirlos

Una historia sencilla (1999)

mientras tratan de desanudar sus vidas y encontrar una respuesta a su existencia, aunque muy contadas veces lo logran. De dónde vienen sus ideas y hacia dónde van es algo que ni él mismo se atreve a explicar, puesto que confiesa que dichas ideas no suelen identificarse al momento de presentarse ante su puerta, sino que jamás sabe de dónde surgieron, pero que de alguna manera llegan y lo único que tiene que hacer es echarles una mirada y extraer de ellas el mayor sentimiento posible. Entonces afirma que muchas quedarán en el camino, al tiempo que se enamorará de otras e intentará darles forma suficiente para transmitirlas. En sus películas cada situación tiene un grado de artificio que pone en crisis a la misma representación cinematográfica como reflejo de la realidad, pero aún así cada diálogo, cada silencio y cada expresión tienen su dosis de verosimilitud muy a su manera. De hecho, las confusiones en Lynch no vienen con cada pequeña anécdota, sino en la yuxtaposición de las mismas. Su cine conmueve en las más diversas direcciones independientemente de que podamos registrar el origen o el destino de esas emociones con nuestros ojos ingenuos, tal como le sucede a él al concebirlo. Como un hombre de arte, hoy David Lynch es el autor, el loco, el voyeur, el soñador, el reprimido, el boy scout, el fenómeno, el romántico, el criminal; un incomprendido con millones de aristas que ni él parece controlar, pero sospecho que según su noción del cine y del arte, eso no habrá de preocuparlo, en tanto que del mismo caos y hasta de sus consecuentes fracasos nace su libertad para crear, y confeso por él mismo, eso es lo que lo emociona y lo impulsará a seguir filmando.

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