Por Juan Blanco
Cuando hace poco más de un año el rumor de que Sylvester Stallone volvería a ponerse la vincha de John Rambo comenzó a esparcirse por el mundo, no auguraba nada bueno. No al menos para el público que había seguido de cerca las múltiples andanzas de este ex-combatiente de Vietnam, y menos todavía para el pobre Sly, quien ya no había sido bien recibido con la sexta –y emotiva- parte de Rocky. Meses más tarde, cuando un aficionado colgó en la web un tráiler no oficial de la inminente John Rambo (todavía en post-producción y sin título definido), la cosa llegó a pintar aún peor; ese avance, decididamente, estaba montado por el enemigo y prometía no sólo una de las peores películas de la década, sino probablemente una de las peores secuelas (la última) que podía llegar a concebirse para despedir a este ícono del cine de súper acción de la pantalla grande. Pero entonces aconteció lo impensado: la aparición de un nuevo tráiler publicitario (esta vez oficial) que se mostraba más prolijo y anticipaba un proyecto no tan desalentador; y al poco tiempo, el estreno formal y polémico de la película a nivel internacional con críticas sorpresivamente desencontradas, algunas celebrando el clasicismo de Sly para narrar una historia bastante más honesta y comprometida de lo que comercialmente se esperaba, otras acusando una vorágine de violencia sin fundamento y con propósitos desvergonzadamente utilitarios. Ahora, John Rambo llegó a la Argentina para ponerle fin al misterio; y debo decir al respecto que no podría estar más conforme con el lúcido regreso nostálgico y poéticamente desesperanzador de este anti-héroe ya sin gloria ni glamour.
Para Stallone la vincha de combate (ahora gris y negra), la ametralladora calibre JUMBO y la consecuente matanza sistemática a calzarse por su eterno Rambo en esta nueva aparición ya no representan conceptos dignos de celebrar desde la butaca del cine con gestos de euforia y fascinación. Y aunque el público quizás haga uso de tales recursos emocionales mientras disfruta de la película (doy fe de esto), es ostensible que Sly no concibió la vuelta del guerrero para festejar su cada vez más declarado fascismo, sino todo lo contrario. Y he aquí la mayor –y más sorpresiva- virtud conceptual de Rambo, regreso al infierno (bastardo título nacional para lo que se conoce en EEUU como Rambo –a secas- o bien John Rambo en otras partes del mundo); la conciencia de lo que siempre representó (a pesar de las apariencias) este personaje otrora ícono pop y hoy tan sólo mostrado al desnudo como lo que es: un asesino desalmado, desquiciado, tristemente nacido de la guerra y definido a través de la muerte hasta el fin de sus días (-“Nunca mataste por tu país, lo hiciste por ti…”-, se dice a sí mismo John en un momento de espeluznante autocrítica).
Stallone (ahora director de esta cuarta parte de la saga) abre Rambo IV con un clip informativo que expone sin tapujos las imágenes sobre el actual genocidio en Birmania, donde tiene vigencia quizás una de las guerras civiles más largas de la historia. Sin mucha grandilocuencia (al igual que el resto de la película), este prólogo pretende ponernos en un contexto poco elegante que servirá de marco no para una nueva aventura de Rambo, sino para quizás su peor desventura. Y para dar cuenta de ello, Sly trae a John lo más a contrapelo posible de las circunstancias que lo rodean; lo muestra envejecido, furioso con el mundo y desencantado de absolutamente todo en su vida; un tipo sin logros de ninguna clase que pretende pasar lo que le quede de tiempo en el anonimato de Tailandia como cazador y vendedor de serpientes venenosas para una aldea local. Rambo está cansado, no quiere problemas y sostiene -en muy pocas palabras- que no hay nada que pueda uno hacer por el prójimo que vaya a marcar algún tipo de diferencia; motivo por el cual se niega a arrendar su bote río arriba, hasta el corazón de Birmania, cuando un grupo de católicos humanitarios le solicita su ayuda para hacer llegar suministros medicinales a una región amenazada (y más…) por la milicia local. –“Váyanse a casa, no van a cambiar nada”-, repite el “peuchelesco” John (por el triple ancho) una y otra vez intentando disuadir a los ingenuos samaritanos de su vocación. Pero entonces entra en la ecuación una rubiecita divina (Julie Benz, la novia de Dexter en la serie homónima) que le exprime al viejo Rambo los últimos “rayitos de ternura” pidiéndole por favor –y consiguiendo eventualmente- su ayuda. Desde ahí en más, el irremediable fracaso de la misión y una derivada operación de rescate de la que Rambo ya no tendrá el orgullo de participar, sino una triste obligación y esperando que sea su última batalla.
Claro, “intervencionismo militar… ejército de ocupación!”, se escuchó por ahí a lo lejos en varios medios, pero no es tan así la cosa. Para el caso, el “intervencionismo” de J. Rambo (o de la milicia mixta y clandestina que lo secunda) comienza como evidente reflejo de una circunstancialidad narrativa (tampoco pidamos milagros) que de a poco cede su lugar a una muy poco orgullosa declaración de principios de corte político. Después de todo, el rejunte de soldados es multiétnico (no hay tanto ombliguismo yanqui), extraoficial (son todos mercenarios veteranos interesados por la guita) y no dejan de cruzarse apuntes ideológicos que alegan el empleo de las tácticas de guerra como un desafortunado y vergonzoso recurso y no como un medio con fines democratizantes (son todos personajes muy poco virtuosos desde el punto de vista moral y ético). Tal es la frase que emplea uno de ellos: –“Estos imbéciles (por los humanitarios atrapados en el campo birmano) se meten donde no deben y después alguien tiene que mandar al Diablo a hacer el trabajo de Dios”, haciendo alusión a que su intervencionismo (asociado como una herramienta de incuestionable maldad) es un atentado contra el orden natural de las cosas en lo referente al hecho de quitar una vida en la guerra (o millones, para el caso). Quizás en el contexto y la dinámica de la película, afirmaciones como esta (o como otras que se hacen verbalmente sobre la burocracia gubernamental detrás de las guerras, relacionada con los miles de negocios de venta de armas, droga y prostitución) se pierdan entre la balacera, pero existen y están procuradas en consecuencia de un discurso que Stallone (también guionista) no construye en vano a lo largo del film.
Pero fuera de la complexión oscura que les confiere a sus propios personajes, de los que pareciera buscar hacerse cargo con la amargura y actitud condenatoria correspondientes, Stallone se reserva quizás el más meritorio y polémico de todos los recursos empleados para su cuarta Rambo: el registro de violencia. Como alguna vez dijera el realizador Paul Verhoeven (injustamente acusado de “facho” en más de una ocasión, como por la perfecta Starship Troopers – Invasión) sobre la violencia en su cine: la misma no dice nada en la pantalla si no se la asume con el registro apropiado. Con esta afirmación explicaba que cuando, por ejemplo, en sus películas un individuo arremetía violentamente contra otro provocándole un daño físico, la única manera de alcanzar el estado óptimo de reflexión sobre dicho accionar era mostrando el daño –en ocasiones- irreparable en el receptor, el cambio físico en el mismo, y de la manera más gráfica posible (algo que también comparte en su cine, por ejemplo, David Cronenberg). Es un poco lo que se le cuestionó también en su época a Sam Peckinpah sobre el empleo de la cámara lenta para graficar la violencia, asegurando algunos que en esa estetización se escondía un fetichismo terrorífico y banal, mientras que otros alegaban que la cámara lenta posibilitaba, debido a su ritmo pausado, una máxima reflexión sobre la violencia misma. Como sea, la incontenible causticidad en Rambo, esa que despedaza explícitamente cuerpos de niños y adultos y que horroriza en el marco anticipadamente comercial de la película, tiene como objeto un contradiscurso dentro de su propio género con el que Stallone define su alegato contra la violencia y su propuesta general como algo más que un programa de sábado de súper acción (aunque no por esto deja de funcionar como un buen entretenimiento). Y esto, más allá de los logros formales que Sly le pueda conferir a su obra, que no son pocos (pero convengamos que tampoco el tipo es Peckinpah, Verhoeven o Cronenberg) y consolidan una narrativa simple, precisa y coherente, es lo que más vale del regreso de este Rambo lúgubre y perfectamente desarrollado. Sin ir más lejos, hasta diría que hay algo del imperdonable William Munny de Clint Eastwood en la poética crepuscular de un John Rambo que se despide con el último aliento de un género, en tanto se trata también de un hombre malvado, malnacido y educado en el “arte de la guerra” que es arrastrado por su pasado para volver a matar (diría Michael Corleone -“Just when I thought I was out, they pulled me back in!”-); y dicho sea de paso, el collage de imágenes que sueña Rambo en una escena como racconto psicológico de la saga (y que lo convence de volver al ruedo) es brillante y conciso.
Por último, esa suerte de “minuto de silencio” contemplativo en el final que Stallone le reserva a Rambo una vez concluida la masacre, mientras éste mira desde lo alto la matanza que él mismo -entre otros- perpetró (al tiempo que suena la impresionante variación del leitmotiv de Jerry Goldsmith hoy en manos de Brian Tyler), es conceptualmente hermoso, aún en la espantosa fotografía postal que recrea el reguero de cuerpos desmembrados y dispersos. Y de alguna manera termina de expresar la triste conciencia que implica asumir hoy, después de tantos años, que John Rambo no es ningún héroe de acción, que a su alrededor ya no hay honores ni virtudes que celebrar sino muerte y destrucción. Por eso el tipo desaparece en un fuera de foco sin felicitación alguna, y luego agarra su bolsito para volver a quedar a la deriva en ese mundo de mierda que lo continuará expulsando hasta que algún día la creación del novelista David Morrell pueda, finalmente, descansar en paz.
Título: Rambo – Regreso al infierno.
Título Original: Rambo.
Dirección: Sylvester Stallone.
Intérpretes: Sylvester Stallone, Julie Benz, Matthew Marsden, Graham McTavish, Reynaldo Gallegos, Jake La Botz, Tim Kang, Maung Maung Khim y Ken Howard.
Género: Acción.
Clasificación: Apta mayores de 16 años.
Duración: 92 minutos.
Origen: EE.UU./ Alemania.
Año de realización: 2008.
Distribuidora: CDI Films.
Fecha de Estreno: 21/02/2008.
Puntaje: 8 (ocho)
El staff opinó:
–Con la esperanza de que este sea el final de la saga, Stallone logra aggiornarse a los nuevos códigos de irrealidad del cine de acción y reemplaza eficazmente su falta de destreza física por un abultado cúmulo de escenas violentas y gore, sin ningún aporte sustancioso pero fiel y coherente a su personaje. Así, el círculo cierra.– Pablo E. Arahuete (6 puntos)
–La primera Rambo fue un triunfo artístico de la derecha fascistoide y reaganeana de los ’80, un mojón que dictaminó los parámetros de gran parte del cine de acción bobo e insulso de la década (todo gracias a la metáfora simplista del veterano trastornado que es recibido con desprecio por sus propios compatriotas). Las secuelas destruyeron las pocas conquistas conceptuales de la original y banalizaron el personaje hasta el extremo de la caricatura. Pero todavía faltaba lo peor. El abuelito Sly sigue con el ataque retro y una preocupación demacrada por cerrar sagas otrora redituables. Así las cosas, parece que quiere ser enterrado en el mismo féretro de Rocky y Rambo (nadie se lo impide; cuanto más rápido mejor…). Este desastre impresentable llamado Rambo, regreso al infierno no es más que una suerte de “remake combinada” de Rambo II y III, pero recargada con una inexplicable pretensión shockeante (masacres y vejaciones infantiles más dictadores pederastas) y sin el pulso para la violencia de aquellas (edición desprolija y efectos especiales que atrasan 20 años). Estereotipado, anacrónico, insignificante y estúpido, el presente mamarracho solo genera risa, aburre con esquemas ridículos y se la pasa reclamando a gritos una corona de flores. Gracias, Sylvester. Nos ahorraste el trámite. Bah, un par de balas… fue suicidio cinematográfico nomás.– Emiliano Fernández (1 punto)