Este thriller inverosímil que enfrenta a la ciencia con la fe es la segunda incursión de Tom Hanks en la piel del experto en simbología Robert Langdon. El mismo equipo de El código Da Vinci insiste en recrear la obra del mediocre autor Dan Brown con, una vez más, muy poca fortuna…
El escritor estadounidense Dan Brown lanzó su novela “Ángeles y demonios” en el 2000. En ella aparecía por primera vez el erudito en simbología religiosa Robert Langdon que volvería a ser el protagonista tres años más tarde de ese boom editorial que fue “El código Da Vinci”. Debido a la popularidad de este último libro Ron Howard y Brian Grazer (con su productora Imagine Entertainment) resolvieron adaptar para el cine la segunda aventura de este profesor cincuentón de la Universidad de Harvard dejando en reserva “Ángeles y demonios” para más adelante. El tremendo éxito del filme de 2006 –cuya presentación mundial en Cannes registrara uno de los mayores abucheos en los anales de ese prestigioso festival- aceleró los tiempos y acá está Ángeles y demonios (Angels & Demons, 2009) para propiciar todo tipo de comparación (de la que, vale decirlo, no sale nada mal parada) con su polémica antecesora.
Antes de entrar en tema habría que aclarar dos o tres puntos clave. “El código Da Vinci”, la novela, transcurre luego de los hechos narrados en “Ángeles y demonios”. Como los filmes fueron rodados en un orden trastocado aquí ocurre exactamente lo opuesto. Tal es así que en una escena se menciona la experiencia vivida por Langdon en la entrega anterior. Se advierte a quienes hayan leído la obra de Brown y tengan pensado ver la película que los cambios producidos en la adaptación de los carísimos guionistas David Koepp y Akiva Goldsman son cuantiosos y traicionan el espíritu del libro en muchos pasajes. Luego de todas las controversias con la Iglesia católica a propósito del contenido supuestamente hereje de El código Da Vinci se transparenta la existencia de una orden del estudio para morigerar la confrontación directa. A los efectos de cumplir esta disposición se eliminaron parentescos importantísimos (el “socio” sacerdote de la Dra. Vittoria Vetra era en verdad su padre adoptivo), se suprimieron subtramas contrarias al interés de la Iglesia (el origen étnico y la motivación del asesino sería la más inocua), desaparecieron personajes de vital participación en la historia (como el director del CERN, Maximilian Kohler) y modificaron sustancialmente otros. Para solucionar algunas cuestiones argumentales que dependían de esos personajes recortados se les agregó ciertas funciones dramáticas impensadas a aquellos que se mantienen en pantalla. Estos cambios son absurdos porque tergiversan claramente la línea narrativa. No se pretende que un filme respete el texto en el que se basa capítulo por capítulo pero sí que las modificaciones efectuadas posean un mínimo de sentido y coherencia. La más imperdonable de todas estas licencias, que cuentan con la venia del también productor ejecutivo Dan Brown, se puede observar en el ideológicamente lavado clímax. Brown en tanto literato no supera la mediocridad pero por lo menos desliza unas cuantas ideas urticantes mientras distrae con unos thrillers pasatistas que sólo quien sufra de manía religiosa podría acusar de amenaza para el futuro del dogma católico.
Las fuerzas antagónicas que animan la trama de Ángeles y demonios no son otras que la fe cristiana vs. la ciencia. La acción transcurre casi en su totalidad en la ciudad de Roma durante poco más de veinticuatro horas. En la madrugada del día en el que se va a celebrar un Cónclave en el Vaticano para designar un nuevo Papa, la desaparición de una partícula de antimateria altamente explosiva de los laboratorios del CERN (Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire) en Suiza y la siniestra marca de un ambigrama sobre el cadáver del científico responsable de su descubrimiento, trae como consecuencia la convocatoria urgente de Robert Langdon para que aporte su conocimiento y experiencia. El catedrático norteamericano es un especialista en el grupo que se atribuye el crimen: los Illuminati. Esta especie de sociedad oculta que nucleaba a racionalistas, empíricos y científicos contemporáneos de Galileo Galilei fue censurada, perseguida y aniquilada por la Iglesia que veía en ella a una enemiga mortal por su intención de otorgarle una explicación lógica a todos los fenómenos atribuidos a la mano de Dios. Langdon (personificado una vez más por Tom Hanks) y la Dra. Vetra (la israelí Ayelet Zurer) son llevados hasta al Vaticano donde conocen al Camarlengo Patrick McKenna (floja actuación de Ewan McGregor), al inspector Olivetti (Pierfrancesco Favino) y al Comandante Richter de la Guardia Suiza (Stellan Skarsgård) quienes les informan que la antimateria se encuentra escondida en el Vaticano (la ven por un monitor pero se no se sabe dónde está emplazada la cámara) y de acuerdo a un contador adosado al dispositivo sólo tienen tiempo hasta la medianoche para desactivarlo. De explotar desaparecería la Ciudad del Vaticano en su totalidad provocando la muerte instantánea de miles de personas. El secuestro de cuatro cardenales posibilita a Langdon y compañía la chance de localizar y examinar una serie de pistas que debería conducirlos a la secretísima Iglesia de los Illuminati. Y de esa forma detener al asesino que la utiliza como guarida y obligarlo a confesar la ubicación de la antimateria. Facilísimo, ¿no?…
La novela de Dan Brown está repleta de situaciones forzadas y ridículas que son, sin dudas, inapropiadas para ser trasladadas al medio audiovisual. Por lo general el humor involuntario suele anular cualquier pretensión de seriedad. Una buena decisión de los adaptadores fue no incluir la peripecia a lo James Bond que realiza Langdon en el último acto del libro. Ya era inverosímil leerlo, imagínense verlo (los lectores de Brown sabrán a qué me refiero). La película no puede abstraerse de esos excesos pero en todo caso quedan medianamente disimulados por la ininterrumpida fluidez de la acción que la puesta en escena de Ron Howard se encarga de enfatizar junto con la pomposa música de Hans Zimmer. Sí El código Da Vinci pecaba de retórica y lenta; Ángeles y demonios apela a lo discursivo pero con mayor agilidad en el tratamiento. La contraindicación de esta leve mejoría pasa por la banalización de la investigación de Langdon quien descifra enigmas a la velocidad de la luz sin que nadie tenga ni la más mínima noción de cómo llega a semejantes conclusiones. En ese sentido había algo más de feedback con el público en El código Da Vinci. Ángeles y demonios, en cambio, apunta a otra cosa: arranca y ya no para hasta los créditos finales. Que le guste a quien le guste…
En esta secuela hay valores de producción que sería injusto no reconocer: locaciones en exteriores de impacto seguro, alto nivel en escenografía y vestuario, una fotografía de lujo a cargo Salvatore Totino y la dirección súper profesional de Ron Howard, un cineasta tan impersonal como eficaz que aquí concreta un trabajo muy superior al pergeñado en el filme previo. Tom Hanks, por su parte, le imprime su cualidad de hombre común a un intelectual del calibre de Robert Langdon (un don esencial para la identificación del espectador) por no mencionar cierto aire canchero inédito en el personaje literario de Dan Brown. Sólo por su figura paterna la película gana en credibilidad cuando en verdad estamos en presencia de un producto ampulosamente prefabricado, previsible y a todas luces indigerible para puristas de la novela original. Al parecer el tópico thriller religioso sigue siendo inescrutable para los mandamases de Hollywood…
Título: Ángeles y Demonios
Titulo Original: Angels & Demons
Director: Ron Howard
Género: Basado en novela, Misterio, Thriller
Intérpretes: Tom Hanks, Ewan McGregor, Ayelet Zurer, Stellan Skarsgård, Pierfrancesco Favino y Nikolaj Lie Kaas
Calificación: Apta mayores de 13 años
Duración: 138 minutos
Origen: Estados Unidos
Año Realización: 2009
Distribuidora: Columbia
Fecha Estreno: 13/05/2009
Puntaje: 5 (cinco)
El staff opinó:
–Pese al esquematismo de un guión que no ahorra en los maniqueísmos propios del cine mainstream; pese al operativo conciliador para no herir susceptibilidades religiosas; y pese a Tom Hanks, esta nueva entrega de las aventuras del experto en simbología Robert Langdon es más entretenida y dinámica que la sobrevaluada El código Da Vinci. Para definirlo podría decirse que la religión y la ciencia pueden tender la misma cama compartiendo la sábana de la fe pero jamás podrán acostarse juntas. El realizador Ron Howard parece haber aprendido de los errores de El código… e imprime buen ritmo a un cóctel que evita los excesos de erudición por un cúmulo de situaciones dramáticas de mayor peso en una historia que mezcla intrigas palaciegas durante la elección de un nuevo Papa católico; la arrogancia científica de haber descubierto la antimateria, es decir, la partícula de Dios que permitiría llegar a conocer el origen del Universo y que en manos equivocadas, en este caso una secta fundamentalista católica, podría desatar un nuevo Big Bang…- Pablo E. Arahuete (5 puntos)
–Esta precuela de la insoportable El Código Da Vinci (The Da Vinci Code, 2006) repite al pie de la letra el esquema cinematográfico: estamos ante una combinación poco feliz de thriller paranoico, drama con delirios místicos y DVD turístico comprado en algún “gift shop” de Europa. La dupla Ron Howard/Akiva Goldsman, basándose en la literatura basura de Dan Brown, vuelve a demostrar que es la campeona absoluta de la mediocridad industrial. Apenas por encima del original, otra vez el producto se va a pique gracias a explosiones cronometradas, actuaciones lamentables, situaciones demasiado forzadas y diálogos explicativos que terminan generando indiferencia. No sólo molestan las imprecisiones históricas y la falta de sentido general, a la película le sobran decenas de minutos. Si no fuera por la intervención del guionista David Koepp, el resultado final podría haber sido mucho peor. Tom “peluquín” Hanks sigue dando pena, el personaje de Ewan McGregor es totalmente inverosímil y Armin Mueller-Stahl se roba la función. En conjunto el combo es tan bizarro que uno como espectador por momentos olvida el aburrimiento…- Emiliano Fernández (3 puntos)