Por Hernán Ballotta
En ocasiones excepcionales, un actor conocido interpreta un rol íntimamente ligado a su biografía o a su persona pública, otorgándole un peso extra-actoral porque el público cree reconocer a la persona en el personaje. Así aparece lo que la crítica Pauline Kael denomina una “fantasía del espectador de cine-arte”: el “gran público” puede sentirse más cerca de las estrellas, mientras el “público instruido”, comprensivo y superior, mira con fría admiración y lástima a aquellos ángeles caídos, seres descarrilados a quienes en la vida real no le confiarían ni a sus mascotas. De ahí la tremenda banalidad de estas películas, que ponen todas sus fichas en otorgarle “humanidad” a sus personajes y, por asociación, a sus actores. El ejemplo más reciente de esta desafortunada tendencia es El luchador, en el que ni la sinceridad de la carne esculpida con martillo hidráulico de Rourke podían hacerle frente al cinismo moralista de Aronofsky, al que podemos imaginar babeándose ante a la perspectiva de rescatar del pozo de los descastados de Hollywood al salvaje hombre-de-los-caniches Mickey Rourke, en un condescendiente ejercicio de pornografía de la intimidad para entendidos.
Pero también están aquellas obras, las más interesantes, que se hacen cargo del ilusorio dispositivo de identificación entre persona y personaje y lo incluyen en un juego esquizoide de puestas en abismo. Ese es el mecanismo que lleva a cabo JCVD. JCVD es, naturalmente, Jean-Claude Van Damme, que interpreta a Jean-Claude Van Damme, un actor belga de películas de acción y artes marciales de pasado exitoso y presente poco prometedor que se encuentra en pleno litigio por la tenencia de su hija en la última de una larga secuencia de divorcios. Es decir, la historia del supuesto presente del Van Damme real. Pero no todo es tan simple en JCVD: después de la escena inicial, un virtuosísimo plano secuencia de cuatro minutos que muestra a Van Damme filmando una típica película de acción dirigida por un apático realizador oriental, JCVD es tomado como rehén en un asalto a una oficina postal y, en una de esas desafortunadas casualidades del guion, la policía cree que el malhechor es el actor. Aquí el film vira al subgénero de película de atraco y asedio, con Tarde de perros de Lumet como principal referente (el atuendo de uno de los ladrones así lo confirma).
Sin embargo, dónde la película adquiere espesor es en las muchas referencias cruzadas, ironías múltiples, humoradas cinéfilas y, fundamentalmente, en los quiebres en abismo. En particular uno de ellos: JCVD, en pleno robo y sin cortes, se eleva en su silla atravesando el falso techo del interior de la oficina postal y, entre las luces del estudio y a moco tendido, pronuncia un emotivo monólogo a cámara sobre su carrera, sus adicciones, sus temores y una cuantas cosas más, para luego volver a descender y reincorporarse a la acción. El realizador Mabrouk El Mechri parece haber descubierto el equivalente gramatical de la nota al pie digresiva en el cine. Pero (aquí está el meollo del asunto) todos estos quiebres, miradas a cámara, juegos de punto de vista y falsos saltos del celuloide están allí para recordarnos que todo esto es nada más (y nada menos) que cine. Atravesamos todos esos niveles de relato para llegar a la sencilla conclusión de que el cine jamás va a reemplazar a la vida. Y que no puede ser parasitario de aquella. Por eso JCVD está a años luz de El luchador: mientras que ésta exige la identificación entre actor y personaje, la primera la usa como excusa para darle mil vueltas hasta marearla y mofarse de ella. Cuando pedimos cine de género inteligente, a esto nos referimos.
Título: JCVD.
Título original: Idem.
Dirección: Mabrouk El Mechri.
Intérpretes: Jean-Claude Van Damme, François Damiens, Zinedine Soualem, Karim Belkhadra y Jean-François Wolf.
Género: Crimen, Drama, Sátira, Estreno en DVD.
Calificación: Apta para mayores de 13 años.
Duración: 97 minutos.
Origen: Bélgica/ Francia/ Luxemburgo.
Año de realización: 2008.
Editora: SP Films.
Puntaje: 8 (ocho)