Por Hernán Ballotta
En estos tiempos en los que todo objeto, sea éste una pieza de arte o no, es considerado un producto, un bien o una utilidad, devolverle su misterio original es un gesto necesario, un acto de casi reaccionaria resistencia. Séraphine se propone ser menos un recuento de la vida de un artista (Séraphine Louise, también conocida como Séraphine de Senlis) que una indagación sobre la génesis creativa de una pintora excepcional, no porque sus pinturas sean excepcionalmente buenas (si lo son no nos compete en este momento), sino por su cualidad de autodidacta, absolutamente ajena a institución artística alguna. De esa especie de “pureza” creativa incontaminada por las férreas estructuras académicas y de la necesidad material de fabricar sus propios medios de trabajo surgió uno de los estilos más iconoclastas de la pintura del siglo veinte, explosiones de formas y colores inspiradas en la Naturaleza que predomina en el bucólico distrito de Senlis, al norte de Francia. Estilo asociado, por otro lado, a la corriente denominada, con algo de superioridad intelectual, “naíf”, o, como prefería llamarla el crítico de arte alemán Wilhelm Uhde (interpretado aquí por Ulrich Tukur), “primitivismo moderno”. Uhde, “descubridor” del artista selvático/aduanero Henri Rousseau y uno de los primeros impulsores de Picasso, vivió en Senlis desde 1912 hasta el comienzo de la primera guerra mundial, alquilando un piso atendido por Séraphine Louise (la enorme, en más de un sentido, Yolande Moreau), humilde muchacha de limpieza y fanática religiosa que pinta mientras recita plegarias sacras. Para Séraphine ambos elementos (la pintura y la religión) son indisociables: ella pinta porque un ángel le pidió que pintara; es decir, lo hace porque cree que el acto de pintar es una instancia epifánica.
Es que, en definitiva y con el perdón de semiólogos, sociólogos y comunicólogos, el Arte es una cuestión espiritual y la obra artística un acto de Fe. Para Séraphine, según Séraphine, esta última toma la forma de la expresión de la Providencia; para nosotros, agnósticos, ateos o laicos, se relaciona con el misterio de la inspiración y la creación, de la verdad (alguna, con minúscula) revelada. Martín Provost entiende, correctamente, que tratar de explicar la génesis artística es una tarea condenada al fracaso, y por eso se limita a mostrar a Séraphine pintando, fabricando sus pinturas, trabajando. Elimina la necesidad retórica de tanto biopic trasnochado, que reduce la obra de un artista a una serie de momentos claves, nudos dramáticos de guion prefabricado, y la sustituye por una óptica de lo cotidiano desdramatizado que en sus mejores momentos recuerda a la espiritualidad despojada de Robert Bresson.
Pero la ilusión duró poco: las fuerzas alemanas se aproximan a la frontera francesa y Wilhelm Uhde debe fugarse a Suiza con la promesa de futura fama para la pintora. En 1927, ya instalado en Chantilly con su hermana y su (no tan) secreto amante enfermo terminal y pintor Helmut Kolle, decide retornar a Senlis para buscarla. La encuentra, un poco más pobre y un poco más loca, aún pintando. Y así, finalmente, alcanzará la fama, que trascendió su muerte entre los muros de un asilo mental en 1942. En Séraphine, todo el segmento final, la repentina fama y la paulatina decadencia mental de la protagonista, contadas sin demasiado nervio ni economía narrativa, se traducen finalmente en el triunfo de la concepción psicologisista del “artista torturado” (hasta el momento, como mínimo, puesta en cuestión) por sobre la mirada mistificadora del proceso artístico. Ni siquiera está presente la ambigüedad que propuso con sabiduría eterna Roberto Rossellini en el final de Europa ‘51: el talento sobrenatural de Séraphine Louise está normalizado tanto desde la sociedad como desde la película con la excusa de la demencia.
A este traspié fundamental, que termina desdibujando el atractivo planteo inicial, hay que sumarle la excesivamente fría corrección que Provost le otorga a su película, como si estuviera aguardando que el genio inusual de Séraphine se contagiara a la construcción formal del film. Es una contradicción importante que una película sobre una artista ajena a los moldes de la academia y que construye sus propias formas y herramientas con los materiales que tiene al alcance, se elabore desde el academicismo más estructurado con recursos conservadores e industriales. Por eso, los momentos más estimulantes de Séraphine, más allá de aquellos en los que el lucimiento de Yolande Moreau sobresale por sobre la bella chatura de la puesta en escena de Provost, son aquellos en los que la pintura de Séraphine Louise invade la pantalla y estalla en nuestras retinas, devolviéndonos repentinamente el misterio y la ambigüedad que, con algo de pedagogía de Maestro Ciruela, el director se empecina en disipar. Como dije antes, la ilusión duró poco.
Título: Séraphine.
Título original: Idem.
Dirección: Martin Provost.
Intérpretes: Yolande Moreau, Ulrich Tukur, Geneviève Mnich, Adélaïde Leroux y Françoise Lebrun.
Género: Bélica, Biográfica, Drama.
Calificación: Apta para mayores de 13 años.
Duración: 125 minutos.
Origen: Alemania/ Bélgica/ Francia.
Año de realización: 2008.
Distribuidora: CDI Films.
Fecha de estreno: 01/04/2010.
Puntaje: 6 (seis)