Jason Statham ya no requiere de una carta de presentación para que sepamos lo que es como estrella del cine de acción y lo que puede entregar en una película. Más allá de las objeciones que se le encuentren al guión, El Código del Miedo quedará en el recuerdo de los adeptos al género como uno de sus mejores vehículos (quizás el mejor). El vigor físico del actor en pocas ocasiones ha sido utilizado con tanto nervio y eso que ya cuenta con 44 años de edad (le alcanza, no obstante, para ser el menos veterano de Los Indestructibles). La larga lista de títulos que el inglés ha rodado en la última década le ha forjado un merecido status como el último gran héroe de su generación. Desde El Transportador (2002), su primer gran éxito internacional, para acá la carrera de este ex modelo y deportista ducho en varias disciplinas (no sólo de artes marciales) ha ido en constante ascenso. En el interín, entre película y película, logró desarrollar exitosamente su propio prototipo de duro. El haber formado parte de proyectos audaces y alejados de las convenciones, como las aventuras de Chev Chelios en Crank y su secuela, así como algunos roles no protagónicos, incluyendo el villano de Celular, le ganó el respeto de la industria que lo descubrió gracias a Juegos, Trampas y Dos Armas humeantes y Snatch, Cerdos y Diamantes, ambas de Guy Ritchie.
En los últimos tiempos se han destacado dos modos contrapuestos de formular estos productos perpetuamente bien recibididos por la excitable muchachada de la platea. Por un lado tenemos esos relatos que con cualquier excusa desencadenan el accionar de los personajes: puede ser una venganza, un rescate o un ataque terrorista; da lo mismo, aquí todo vale. Este tipo de modelo responde a la más elemental de las rutinas y mucho depende del carisma de la figura central, de sus antagonistas y del talento que pongan de manifiesto sus creadores en todo lo concerniente a coreografía, edición, producción y, en particular, la dirección. Esta receta está plagada de lugares comunes, diálogos horrendos y actuaciones que oscilan entre la macchietta y el cliché. Trascender todas esas limitaciones cuesta lo suyo y por supuesto que rara vez ocurre. A lo sumo, y de acuerdo a los gustos de cada uno, el filme puede aspirar a la categoría de placer culposo. Por otro lado aparece una aproximación al género mucho más inédita que prioriza la elaboración del entramado de la historia prestando especial atención a los giros sorpresivos y complejizando, tal vez demasiado, lo que en principio era un simple enfrentamiento entre buenos y malos. Estos filmes son autos conscientes, un poco cancheros y en aras de sorprender con la guardia baja a su audiencia no dudan en perder de vista el verosímil cinematográfico si eso les asegura el impacto. Swordfish: acceso autorizado, con sus diálogos ampulosos y mordaces, fue un ejemplo perfecto de esta tendencia y El Código de Miedo es otro. Las capas de cebolla con que diseñaron al personaje de Statham, que da un giro de 180º a la media hora de metraje, son un delirio absoluto pero con semejante acción… ¿a quién le importa? Eso sí, en comparación con la saga de Los Indestructibles o con otras obras de Statham esto parece escrito por Sir William Shakespeare.
Luke Wright (J.T.) es un luchador de artes marciales combinadas de segunda línea que se desgracia con la mafia rusa al ganar una pelea que debía perder, mandando encima a su contrincante a terapia intensiva… ¡con un solo golpe! Para castigarlo le quitan todo lo que aprecia en la vida obligándolo a vivir como un homeless e instigándolo a cometer suicidio. En un clásico momento de quiebre (está a punto de tirarse a las vías del subte), Luke detecta en la estación la presencia de una niña china, Mei (Catherine Chan), siendo perseguida por sicarios al servicio del ruso Emile Docheski (el actor húngaro fallecido el año pasado, Sándor Técsy), responsable de todos sus infortunios. Perdido por perdido Luke decide intervenir para redimirse de un pasado turbio y darle una oportunidad de vivir a la pequeña (cualquier semejanza con El Perfecto Asesino no es casualidad). Como pronto descubre nuestro hombre, Mei posee un código en su memoria que buscan varias facciones, entre ellas la tríada y un grupo de policías corruptos y mercenarios que cambian de bando de acuerdo al porcentaje que les ofrecen unos u otros. Las vueltas de tuercas que se van suscitando a partir de este punto son improbables pero también muy divertidas. Luke esconde varias cartas baja la manga y su relación con Mei está tan bien planteada que uno se olvida de lo rebuscada que es la premisa para disfrutar de lo que todos queremos ver: Statham bajando muñecos con una precisión de cirujano y prodigando ese humor imperturbable que hemos aprendido a apreciar.
Marcando el pulso a todo este desenfreno de acción se encuentra Boaz Yakin, en su doble carácter de autor y director, magníficamente secundado por el editor Frédéric Thoraval, el director de fotografía Stefan Czapsky (asiduo colaborador de Tim Burton en los 90’s), el coreógrafo y coordinador de dobles J.J. Perry y el director de segunda unidad Chad Stahelski. El reparto no luce grandes nombres con excepción de una perlita: siempre es bienvenida la presencia de Chris Sarandon en una producción mainstream. Larga vida al vampiro Jerry Dandrige de La Hora del Espanto (Fright Night, 1985) y larga vida a Jason Statham, luminaria del género que debería ser contratado por Raid ya que cumple a rajatabla con su célebre eslogan: “los mata bien muertos”.
Título: El Código del Miedo
Titulo Original: Safe
Director: Boaz Yakin
Género: Acción, Crimen, Thriller
Intérpretes: Jason Statham, Catherine Chan, Chris Sarandon, Robert John Burke, James Hong y Anson Mount
Duración: 94 minutos
Origen: Estados Unidos
Año Realización: 2012
Distribuidora: Distribution Company
Fecha Estreno: 06/09/2012
Puntaje 8 (ocho)
El staff opinó:
-La realización es correcta pero excesivamente mecánica. En todos los rubros, pero sobre todo a las actuaciones de los protagonistas, se deja sentir la ausencia de ese dramatismo básico que favorece la empatía entre el público y los personajes, y que permite generar ese maravilloso fenómeno de la identificación afectiva.- Juan Samaja (7 puntos)