Por Francisco Nieto, corresponsal Cine Nueva Tribuna, España
Amparándose en un título de nítidos ecos shakespearianos, cuya procedencia literaria se basa en una novela del escritor ruso Nikolái Leskov (Lady Macbeth de Mtsenks de 1865, transformada en homónima ópera por Shostakóvich en 1934 y adaptada ya para el cine en 1961 por el recientemente fallecido Andrzej Wajda como Lady Macbeth en Siberia), el debutante William Oldroyd orquesta una pieza de cámara de honda raigambre literaria, con el paraguas productor de la BBC: lo que se podría considerar una pièce bien faite.
No obstante, Oldroyd se las apaña para no caer en el mero academicismo, tanto a nivel formal como conceptual. Aprovechándose del auge de lo histórico en su sentido más amplio (a nivel literario, cinematográfico, como elemento propio de la mixtura y mixtificación), utiliza la coartada literaria como un mero McGuffin para navegar por las aguas de la moda artística, al mismo tiempo que presenta una enmienda a la totalidad ideológica y formal que se esconde tras este revival de lo decimonónico.
Y en este su empeño deshistorizador o, mejor, trashistorizador, maneja mejor y con mayor soltura las riendas del decir, la puesta en escena, la perspectiva y la mirada que el enunciado, el guión desde el que subvertir el discurso de profunda raigambre victoriana contra el que el director se alza. Pues poner en evidencia aquello que latía bajo los ropajes del mundo victoriano, tan aclamado y reivindicado hoy, en unos tiempos de turbulencias y lucha de clases sin aparentes clases, como período histórico donde la pax burguesa alcanzó su cenit y el mundo disponía de unos seguros y vigorosos valores en los que sustentarse; socavar el falso mundo de apariencias, la doble moral victoriana (algo en lo que ya profundizó el free cinema inglés en los años sesenta del siglo pasado) es el objetivo último de este filme, así como denunciar la persistencia de ciertos atavismos —el clasismo— congénitos a la sociedad inglesa.
La historia de Katherine, la protagonista, está trenzada a partir de uno de los lugares comunes de la novelística del XIX: el tema de la mujer insatisfecha y, como corolario, el adulterio. Un mal matrimonio, concertado y no basado en el amor, ocasiona una ruptura de la institución matrimonial, subvierte la moral burguesa.
Sin embargo, no será el bobarysmo el detonante del conflicto aquí. Katherine no ansía un mundo literaturizado, no es una heroína quijotesca que aspira a lograr materializar un modelo amoroso romántico procedente de sus fantasías librescas. Las transgresiones de Emma Bobary o de Ana Ozores o de Ana Karenina partían de un anhelo de realización romántica, idealista: la transgresión perseguía la plenitud amorosa.
El guión de la película soslaya este apartado vetusto y obsoleto, sustituyéndolo por el ansia de poder que simboliza el nombre del título: Lady Macbeth, una Lady Macbeth muy del siglo XXI, una mujer que anhela cumplir y obtener ese amor mediante el encuentro carnal, si bien ha sido el deseo el detonante de su ambición de poder; el deseo y la frustración a que la condena la actitud de su marido, renuente a mantener relaciones sexuales con su esposa.
La doble moral victoriana empieza a ser desmontada: el matrimonio y el placer sexual son aspectos antitéticos, es decir, el placer le está negado a la mujer (burguesa). La actitud del marido de Katherine resulta inexplicable y trasluce o bien cierta homosexualidad o bien cierta parafilia. Cuando la hace desnudar la noche de bodas, la contempla y se acuesta dándole la espalda y apagando la luz, mientras ella permanece de pie desnuda, es toda una declaración de intenciones que suscitan la duda en el espectador. Esta duda se acrecienta cuando, más tarde, en una secuencia casi análoga, el marido la obliga a desnudarse y situarse cara a la pared, mientras él, arrellanado en un sillón, comienza a masturbarse (fuera de plano).
Todo este primer apartado es lo más logrado de la película: la parquedad verbal se compensa con una narración sobria y austera, reflejo de la severidad hipócrita de una sociedad y un modus vivendi en el que la mujer era un adorno más, comprado para realzar el hogar como porcelana decorativa que, en última instancia, debía prolongar la progenie y el apellido. Ciertos elementos adquieren incluso un carácter simbólico, como un gato que pulula por ahí y del que, desgraciadamente, a mitad de película el guión prescinde, incomprensiblemente, de él.
No cabe duda de que el director se ha empapado de las últimas versiones cinematográficas de las novelas de las hermanas Brönte a la hora de planificar su puesta en escena. De hecho, la adaptación de Cumbres borrascosas que en 2011 dirigió Andrea Arnold sobrevuela en algunos aspectos, tales como que Arnold mostrara a un Heathcliff de color, negro, para remarcar y actualizar la transgresión subyacente en la novela. Ahora, el personaje de Sebastian tiene unos rasgos mitad latinos, mitad árabes, casi mestizo, que contrasta con la blancura impoluta y pálida de sus señores anglosajones. Arnold también convertía el paisaje en un elemento diegético más, como aquí, donde la naturaleza, el yermo páramo y la campiña inglesa son un reflejo en su desnudez, en el sonido del viento y de las aguas del río, de la severidad del espíritu protestante, de la carencia de afecto y ternura que lo habita.
La única función que se le otorga a la mujer es desempeñar y acatar el rol establecido por la sociedad: de ahí la secuencia final con Katherine nuevamente aburguesada, ceñida por ese vestido azul que la ha acompañado en su condición de esposa, sentada en el sofá y mirando a cámara, interpelándonos, segura de sí misma y dispuesta a desempeñar el hipócrita rol que le otorga una hipócrita sociedad. Esperando nuestro ¿hipócrita? asentimiento.
Título: Lady Macbeth.
Título Original: Idem.
Dirección: William Oldroyd.
Intérpretes: Florence Pugh, Cosmo Jarvis. Paul Hilton, Naomi Ackie.
Género: Drama.
Clasificación: Apta mayores de 16 años.
Duración: 89 minutos.
Origen: Reino Unido.
Año de realización: 2016.
Distribuidora: Mont Blanc.
Fecha de estreno: 17/05/2018
Puntaje: 7 (siete)