Cali, Medellín, sus calles, la selva o el cerro, paisajes que impregnan verdades, rostros que transmiten emoción, juventudes que otrora abrazaban utopías y jóvenes de hoy que tratan de encontrarse en una Colombia fragmentada. Todo eso estalla en las películas del Festival de Cine Colombiano. Historias de hombres y mujeres, amores, desencantos, padres e hijos, con el sello de calidad y el nombre de un notable como Luis Ospina y la retrospectiva merecida de su obra.
Lo importante, se puede ver desde hoy hasta el 8 de julio con entrada libre y gratuita. Un verdadero privilegio para cinéfilos y no tanto, en tiempos de vacas flacas.
Aquí arranca una breve cobertura.
Un tigre de papel (Luis Ospina, 2008, Documental)
La figura del artista del collage Pedro Manrique Figueroa es el punto de partida de este exhaustivo viaje por la vida cultural de Colombia y su transformación a partir de los radicales movimientos de la izquierda y su penetración ideológica en la juventud estudiantil. Realismo socialista o arte por el arte, las aristas de un debate intelectual que en el retrato caleidoscópico de Luis Ospina también adopta la estructura de collage, un bombardeo de imágenes, archivo rabioso y testimonio a cámara de personalidades para tratar de desentrañar los misterios de la desaparición de Pedro Manrique Figueroa, en la ausencia de su querida presencia.
Todo comenzó por el fin (Luis Ospina, 2015, Documental)
Si el cine desde la mirada de sus hacedores se vincula con la familia, la cinefilia también genera afectos no sólo por las películas sino por aquellos con los que se comparte. El grupo de Cali nacido en los 70 por su afán cinéfilo se da cita para celebrar entre otras cosas veinte años de producciones y también la recuperación casi inexplicable de uno de sus creadores, Luis Ospina, tras una ardua pelea con una enfermedad terminal documentada de manera descarnada y sin tapujos en este mosaico generacional para arrancar con el revisionismo de la juventud cinéfila que por aquellos amaneceres de días agitados bailaban rumba, consumían drogas, coqueteaban con el hippismo y rompían los moldes del orden burgués haciendo cine. La imagen del pasado yuxtapuesta al presente sepia no hace otra cosa que anhelar que el tiempo se detenga en esa infancia, con los cowboys o los vampiros en medio de una tarde de siesta.
Siembra (Ángela María Osorio Rojas, 2015, ficción)
Si hay un film sobre el luto, sin lugar a dudas Siembra sería un gran ejemplo porque la muerte no sólo quita dignidad a las personas, sino que a veces incluso les niega un entierro por falta de recursos y entonces el dolor de la pérdida en una danza rota desdibuja los contornos de los olvidados -que no son los de Luis Buñuel- son los protagonista de este contundente y poético retrato de los desplazados costeños y a la vez la fuga de un padre, quien intenta comprender la desaparición de su joven hijo, alcanzado por un tiro y a quien sólo le gustaba bailar.
Amazona (Clare Weiskopf, 2017, documental)
La necesidad de cerrar un capítulo entre madre e hija marca el rumbo de un ejercicio de honestidad y catarsis que la realizadora Clare Weiskopf comparte con los espectadores, en su regreso a una reserva natural, morada selvática donde se instaló su madre Irlandesa con absoluto criterio de libertad una vez nacidos sus hijos. Reproches, convivencia y hasta recuerdos de un pasado de abandono generan la posibilidad de reflexionar sobre el rol de los padres frente a sus hijos y los sacrificios que quitan años a los sueños.
En primera persona, con la hostilidad selvática de fondo pero libre para hacer y decir aquello que se siente y que es hora de dar finalmente a luz.