Por Aleix Sales, corresponsal Cine Nueva Tribuna, España
Probablemente Sin tiempo para morir sea la película más representativa del trasiego que ha supuesto la pandemia a nivel mundial en la industria del cine, ya que el viacrucis para llegar a salas ha sido extremadamente sonado, desde sus múltiples cambios de fechas hasta los reshootings para actualizar el product placement, por no hablar de la duplicación de la campaña de publicidad (ya en marcha desde los albores del primer confinamiento) o la presentación del tema de Billie Eilish con, al final, un año y medio de antelación. Su estreno ya es un motivo de celebración, como síntoma de paulatina ganancia de normalidad en nuestro entorno; pero también porque estamos ante un notable cierre de la era Bond más estimulante que ha habido.
La pentalogía protagonizada por Daniel Craig ha conseguido sofisticar las narrativas de una saga que llegaba con una fórmula perezosa a golpe de relatos auto conclusivos fáciles, para hacer de ella una ensambladura que funciona como un todo a base de una intertextualidad periódica entre piezas que consigue realzar y matizar un universo que parecía sistematizado. La clave ha estado en renovar los códigos del ya de por sí subgénero “Bond”, subvertirlos con un toque postmoderno moderado y exprimirlos hasta profundizar en terrenos desconocidos, sin dejar de lado la espectacularidad que se le exige. Esto ha dado lugar a, sin duda, la saga con más empaque emocional de largo, al 007 más humano –como se ha tildado desde que Casino Royale, de Martin Campbell, diera un golpe sobre la mesa en 2006-. Sin tiempo para morir continua esta estela oscura, existencial y sensible en su versión más sublimada, un colofón que recoge todo lo sembrado en las entregas previas y lleva el personaje donde más lejos ha llegado en su evolución personal. Y todo en un equilibrio de tono que juega con la afectación y la melancolía sin caer en la cursilería, en un capítulo más del corte crepuscular iniciado en Skyfall (Sam Mendes, 2012), donde Bond trata de recomponerse definitivamente de sus tormentos, pero a la vez encarar un futuro libre de fantasmas.
Cary Joji Fukunaga, acompañado en el libreto de los habituales Neal Purvis, Robert Wade y el fichaje de Phoebe Waller-Bridge, estiran y cierran los hilos enhebrados hace 15 años, pero es que también reconectan con otras cintas clásicas de la franquicia como Al servicio de su majestad (Peter Hunt, 1969), que siempre ha gozado de mostrar la versión más vulnerable y desnuda del agente hasta el nuevo milenio, con lo cual es lógico y natural que se establezca una dinámica de espejos con la reivindicable parte protagonizada por George Lazenby, que hará las delicias de los fans. El cuarteto de escritores no solamente opera en términos diegéticos, sino que también se permite meta referencias a hechos y polémicas que han rodeado las producciones de Bond, guiñando los ojos casi de una forma maliciosa a los espectadores y a la tribuna twittera.
Donde resbalan un tanto es en la imbricación de varios de estos elementos, especialmente en la (re)introducción de algunos personajes, dejando la narración con una sensación batiburrillo en su tramo central que la hacen algo menos fluida que obras más redondas como Casino Royale o Skyfall. Fukunaga toma el tempo de Mendes e incluso le inyecta algo más de lentitud para crear un clima resonante con la intensidad emocional –puntualmente sobrepasada de solemnidad-, pero a la vez reparte modélicas set pieces de acción que, a diferencia de muchos blockbusters actuales, no saturan. Porque el acierto del film y, en general, del periodo ha sido siempre anteponer los personajes a la acción, logrando unas secuencias concisas pero estilizadas que comulgan con la implicación del público frente a lo que está viendo porque distingue en el prototipo heroico un ser de carne ensangrentada, huesos rotos y alma dañada.
Una despedida que, cuando la vean, hasta apreciarán un irónico, involuntario y ¿visionario? punto pandémico que hasta justificaría otra posposición de su lanzamiento. Un seguido de reencuentros con el ayer al que cabe añadir un Rami Malek tan correcto como discreto –el flamboyán Silva de Javier Bardem sigue siendo insuperable-, una Lashana Lynch con muchísimo potencial y una Ana de Armas que parece salida de Entre navajas y secretos (Rian Johnson, 2019) pidiendo a gritos un spin-off. Un salto con impulso hacia adelante que no se acomoda y decide arriesgar, incluso dinamitando algún parámetro intocable en el lenguaje y canon bondiano, siendo consciente de que se sitúa en un “ahora o nunca” de manual. Cuando el finito tiempo apremia, uno se puede permitir el lujo de tirar la casa por la ventana y Sin tiempo para morir apuesta por ello dentro de una coherencia. Saboreen la muerte del Bond de Craig, inhalen los últimos minutos de esta refundación de un ícono. Para el siguiente ciclo, sí que aún disponemos de todo el tiempo del mundo.
Título: 007 Bond: Sin tiempo para morir.
Título Original: No Time to Die.
Dirección: Cary Joji Fukunaga.
Intérpretes: Daniel Craig, Rami Malek, Léa Seydoux, Lashana Lynch, Ralph Fiennes, Naomie Harris, Ana de Armas, Christoph Waltz, Ben Whishaw y Jeffrey Wright.
Género: Acción, Aventura, Thriller.
Clasificación: Apta mayores de 13 años, con reservas.
Duración: 163 minutos.
Origen: Reino Unido/ EE.UU.
Año de realización: 2021.
Distribuidora: UIP.
Fecha de Estreno: 30/09/2021.
Puntaje: 8 (ocho)