Por Juan Blanco
Un cierre de lujo para este personaje tan indeseable como querible, sólo que condensado en un producto demasiado anacrónico y superfluo que obliga a perdonar demasiados clichés para llegar al menos a un disimulado disfrute…
Cuando el escritor Thomas Harris concibió con su tipeo a Hannibal “el Caníbal” Lecter en Dragón Rojo, seguro no creyó estar contribuyendo a crear toda una mitología alrededor de semejante “ilustre del lastre”. De hecho, la novela Red Dragon no contaba con la presencia de Hannibal de manera predominante, sino como un secundario crucial para la dirección de la historia, pero no indefectible para su existencia.
Desprendiéndose de esto, cuando el director Michael Mann dirigió la adaptación cinematográfica de dicha novela llamada Cazador de Hombres (Manhunter, 1986) tampoco creyó estar albergando el comienzo de una larga amistad entre Lecter (en ese entonces encarnado por Brian Cox) y las pantallas de cine, sino que su película no era más que un thriller efectivo pero nada fundacional ni mucho menos con porte de clásico del futuro. Hannibal Lecter todavía no era nadie.
No sería hasta que Harris escribiera El silencio de los corderos, que Hannibal recién saldría del anonimato para adueñarse de una anécdota que, por cuestiones de suerte, le darían a Thomas toda la fama que ni él mismo se hubiese atrevido a soñar. La segunda novela resultó un Best Seller de primera línea, ya con una perspicacia discursiva que la convertía en un producto ambiguo y mucho más rico en contextura que el primer libro, más oscuro, más imprevisible y mucho más empático hacia sus personajes, independientemente de la naturaleza de cada uno de ellos.
De ahí nació El silencio de los inocentes (1991), una nueva adaptación a la pantalla dirigida por Jonathan Demme, ya con Hopkins como Lecter y Jodie Foster como su interlocutora, lo que creó una de las duplas más perversamente románticas de la historia del cine, al tiempo que se levantaría como la precursora de los thrillers de asesinos seriales dispuestos a copar el mercado Hollywoodense entrada la década del 90.
Después de ambos éxitos: el de la novela de Harris y el de la película de Demme, la tercera y última parte (aunque no se sabe si definitiva) de la franquicia “Hannibal Lecter” no se haría esperar, y así llegaría Hannibal; libro menor que ya contaba con todas las características especulativas dignas de un tipo que nunca fuera un gran escritor, sino uno con mucha suerte. De Hannibal (el libro) nació en el 2001 la película de Ridley Scott, con el mismo título y otra vez con Hopkins, pero ya sin Foster (ahora reemplazada por Julianne Moore), liquidando toda la química entre sus protagonistas que tanto habría contribuido a que El silencio de los inocentes fuera El silencio de los inocentes, y a que Hannibal Lecter fuera Hannibal Lecter.
En cambio, el film de Scott resultó una experiencia morbo-snob sin la más mínima profundidad temática, que prefirió regalarse al gore gratuito antes que al juego psicológico que hizo a Hannibal uno de los asesinos más persuasivos y temidos de la historia del cine. Y ahora que la imagen de Hannibal jamás se logrará desprender de las facciones del multifacético Anthony Hopkins, se decidió cerrar la trilogía con su rostro, significando esto tener que realizar una nueva adaptación de Dragón Rojo (ahora en carácter de precuela), al tiempo que una remake de aquel Cazador de Hombres de Mann; y así se hizo.
Determinar si Dragón Rojo es mejor que Cazador de Hombres es algo difícil; es apenas una pulida de aquella fechada historia de asesinos seriales, con más detalles y una dedicación al libro que el film de Mann quizás no tenía, además de contar con la presencia de Hopkins en las ropas blancas del manicomio que tanto nos deleitaron hace más de diez años; pero en definitiva sigue siendo Cazador de Hombres, nada más que dirigida por un tipo nuevo, Brett Ratner (Hombre de Familia).
Este capítulo que narra la encarcelación de Hannibal a manos de un detective (Edward Norton) que casi perece en el intento, es una réplica de la anécdota de El silencio de los inocentes -sólo que cronológicamente anterior- donde al Doctor se lo utiliza como consultor para atrapar a otro asesino llamado El hada de los dientes (un extraordinario Ralph Fiennes), que está descuajeringando víctimas inocentes con el propósito de caerle en gracia a su mentor.
Lo fallido de Dragón Rojo pese a superar (o no) a Manhunter, es contar con la base de aquella novela que más que grandiosa era rutinaria y escasa de todo riesgo, además de contar con un dúo protagónico que ya no admite las chispas que se sacaban entre el Caníbal y la Agente Especial Starling.
Las diversas connotaciones emocionales, como las fantasías, los miedos, los juegos sexuales y la obsesión cuasi-amorosa entre Hannibal y Clarice, es ahora un duelo entre machos que no da ni para media hora de película; y eso hace al film agotado desde un principio, aburrido, más sabiendo que en una precuela los finales están cantados, y teniendo que aceptar que en el presente caso lo cantado no sólo es el desenlace, sino también la introducción, el desarrollo, el climax y hasta los créditos finales.
En definitiva, un cierre de lujo para este personaje tan indeseable como querible, sólo que condensado en un producto demasiado anacrónico y superfluo que obliga a perdonar demasiados clichés para llegar al menos a un disimulado disfrute.
Título: Dragón Rojo
Titulo Original: Red Dragon
Director: Brett Ratner
Intérpretes: Anthony Hopkins, Edward Norton, Ralph Fiennes, Harvey Keitel, Emily Watson, Philip Seymour Hoffman
Calificación: Apta para mayores de 13 años
Género: Basado en novela, Crimen, Remake, Thriller
Duración: 124 minutos
Origen: Estados Unidos
Año de realización: 2002
Distribuidora: UIP
Fecha de estreno: 17/10/2002
Puntaje: 5 (cinco)