Por Silvina Palmiero
No es la primera vez que una película se inspira en un escritor y, como si el autor y su obra se identificaran hasta volverse uno solo, elige despegarse de su estricta biografía e involucrarlo en historias muy cercanas a las que su pluma dio a luz. Así, gracias al cine, William Shakespeare vivió con una tal lady Viola de Lesseps un romance tan imposible como el de sus amantes de Verona al tiempo que escribía su inmortal Romeo y Julieta (Shakespeare apasionado, John Madden, 1998); Geoffrey Chaucer recorrió los caminos como pregonero de un falso noble antes de abocarse a sus Historias de Canterbury (Corazón de caballero, Brian Helgeland, 2001); y James Barrie –este film inspirado en su historia real- transformó verdaderamente su vida y la de sus amigos en un lugar bastante parecido al País del Nunca Jamás que nos legaría en Peter Pan (Descubriendo el país del Nunca Jamás, Marc Forster, 2004). Ahora les ha tocado el turno a los hermanos Grimm, los famosos tedescos que a principios del siglo XIX emprendieron la recopilación de cuentos, leyendas e historias alemanas, entre otras cosas como un modo de mantener vivo el espíritu y tradiciones nacionales durante la ocupación napoleónica. O al menos así reza la historia oficial. El film y la imaginación de Terry Gilliam dicen cosas algo diferentes.
Corre 1796. La primera escena del film, que encuentra a los niños Grimm ya huérfanos de padre y asolados por el hambre y la enfermedad, los pinta de cuerpo entero: Wilhelm, el pragmático, desarma un caballito de madera para alimentar la pobre llama del hogar; Jacob, el soñador, regresa a casa feliz por haber obtenido a cambio de una vaca… ¡frijoles mágicos! Como de la magia no se vive, quince años más tarde los Grimm se han convertido en un par de embusteros que se aprovechan de las creencias y los miedos de los aldeanos alemanes y dicen poder librarlos de brujas, malos espíritus y encantamientos a cambio de dinero, cuando lo que en realidad llevan a cabo son mentirosas pero efectivas puestas en escena. Mientras Wilhelm vende los servicios inescrupulosamente y se divierte con ello, Jacob –que ya para ese entonces tiene cierto estudio sobre el mundo mágico de los cuentos- toma notas, datos, recopila cuidadosamente las historias de las pobres gentes, y le pesa mentirles porque siente respeto por ese universo sobrenatural que gravita en los relatos. La farsa funciona bien, hasta que los relatos en cuestión se vuelven realidad. En un bosque comienzan a desaparecer niñas y las autoridades francesas de turno, que han descubierto el juego de los Grimm y los consideran saboteadores de la ocupación, les perdonan la vida a cambio de que resuelvan el misterio. Ahí comienza una gigantesca fantasía, en la cual toda una galería de personajes, frases y situaciones extraídas de los cuentos que hoy ya son parte del saber popular –Caperucita Roja, Hansel y Gretel, Cenicienta, Blancanieves, La Bella Durmiente, por nombrar sólo los más evidentes- se dan cita, algunas con mayor efectividad que otras, y se funden en una especie de caleidoscopio de los relatos de nuestra infancia, en cuyo centro aparecen los Grimm y la lucha constante entre la fe de Jacob y el escepticismo de Wilhelm, entre la sensibilidad romántica del primero y la ceguera mundana del segundo. No se trata de una lucha entre la razón y lo sobrenatural, sino de una gran celebración del mundo mágico, lo cual es previsible en un director como Terry Gilliam, que se ha caracterizado en sus films por subrayar que siempre hay más verdad en los desvaríos de los locos que en la supuesta coherencia de los sensatos.
La película tiene varias virtudes, como la buena idea que la sustenta, la gran belleza visual, el balance adecuado entre el suspenso, el humor, el terror y el fantástico, y la química de los dos protagonistas –Heath Ledger y Matt Damon brillan, en ese orden-. Tiene otros tantos defectos, como algunos personajes y situaciones –por caso, las caricaturescas autoridades, cuya miopía y torpeza obstaculizan todo- que por momentos, lejos de aportar algo, restan dramatismo e interés al conflicto central. Probablemente el principal problema sea la desmedida ambición del film: en su afán de querer abarcar tantos cuentos, tanta fantasía y tantos encantamientos, termina siendo excesivo. La desmesura tampoco es algo novedoso en Gilliam, pero la diferencia es que en anteriores trabajos como Brazil (1985), Doce monos (1995), e incluso en Pánico y locura en Las Vegas (1998), los excesos en la forma y el contenido tenían el claro objeto de evidenciar el efecto devastador que la inoperancia, la hipocresía y la violencia de los sistemas instituidos generan sobre los individuos, sentidos que ya no aparecen en Los hermanos Grimm.
La película es empalagosa, pero ello no le quita lo dulce. No es perfecta, pero es un buen intento. Y es una vuelta a los cuentos que nos contaron, y que les contamos a nuestros hijos a la hora de dormir.
Título: Los hermanos Grimm.
Título Original: The Brothers Grimm.
Dirección: Terry Gilliam.
Intérpretes: Matt Damon, Heath Ledger, Monica Bellucci, Jonathan Pryce, Peter Stormare, Lena Headey, Barbora Lukesová, Anna Rust, Radim Kalvoda, Martin Hofmann, Harry Gilliam y Mirosláv Táborský.
Género: Aventura, Comedia.
Clasificación: Apta mayores de 13 años.
Duración: 118 minutos.
Origen: EE.UU./ República Checa/ Reino Unido.
Año de realización: 2005.
Distribuidora: Buena Vista.
Fecha de Estreno: 19/01/2006.
Puntaje: 7 (siete)