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jueves, 21 noviembre 2024
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De la épica del fracaso a la tragedia del éxito: 50 años de El Padrino de Coppola

Por Juan Samaja

Érase una vez un mundo donde las esferas del bien y del mal estuvieron claramente delimitadas; donde entre uno y otro se levantaron muros infranqueables: el bueno era muy bueno, lindo, e ingenioso; el malo, tan malo como feo, sucio y tonto.

Érase un mundo donde el ingenuo espectador que salía del vientre de la modernidad gritando cinematografía, no había aun entrado en contacto con aquella manzana prohibida que le prometía paraísos desconocidos.

La alegoría bíblica nos habla de un árbol cuyo fruto prohibido otorga el conocimiento de la ciencia, del conocimiento del bien y del mal, pero pocas veces se ha prestado atención al hecho de que ese fruto ofrece la extraña cualidad de constituir una antinomia. Dos cualidades diferentes, contrarias, antitéticas alojadas en el mismo árbol; dos realidades diferentes, pero unidas, confundidas y mezcladas en una misma realidad arbórea. El árbol, en su infinita unicidad ha dado lugar al conflicto de los gemelos que se niegan mutuamente.

Si se analiza la situación con cierto nivel de detalle, pareciera que el pecado no fuese el conocimiento del mal, sino el descubrir que el bien y mal pueden devenir sustancias mezcladas; y no sólo “reconocer” al fruto y su condición dual en esa misma cosa unitaria que es el árbol, que abraza al fruto y su contrariedad; pecado es -sobre todo- que lo humano mismo se haga árbol para el fruto, siendo él mismo el lugar donde se aloje la dualidad al comer del fruto prohibido, como si lo prohibido mismo fuese disfrutar de la convivencia de los contrarios. En este contexto, el pecado se presenta, entonces, como alojamiento de la mezcla, y más bien el anoticiarse cabal de que lo mezclado es real, temiblemente real.

De hecho, si se analiza con atención la historia del Génesis, se advertirá que la realidad de lo impuro de ese fruto (que es el árbol de la Ciencia), pone en jaque las clasificaciones nítidas. Esto significa, en consecuencia, que la situación del árbol y su fruto dual, se presenta como el tópico opuesto a la tarea que Dios encomienda a Adán como tarea principal: clasificar todos los seres que habitan el paraíso: ¿cómo se puede clasificar algo que es dos cosas diferentes y contrarias al mismo tiempo?

Ese paraíso, ese edén primigenio, finalizó en la primavera cinematográfica norteamericana de 1911 con un cortometraje de David Wark Griffith llamado The musketeers of Pig Alley, constituyéndose aquel relato breve en la experiencia germinal del cine de gángster que se popularizaría durante la etapa sonora, a partir de clásicos como Public Enemy (William Wellman, 1931); pero, sobre todo, con Scarface (Howard Hawks, 1932).

Estas nuevas producciones escenificaron un mundo enrarecido; un mundo donde las antiguas murallas que separaban al virtuoso del canalla fueron dinamitadas para siempre, para dejar, en su lugar, la realidad del entrecruzamiento, de las mezclas, de lo ambiguo. Lentamente, el héroe y el villano atravesaron un proceso de humanización: el mundo de lo ideal dejó de ser el interpretante por excelencia de los relatos, para reinar, en su lugar, el dogma del realismo. Para una concepción realista (burguesa), nadie es absolutamente bueno, ni absolutamente malo.

Humanización negativa es reconocer en el relato que el `bueno´ tiene sus debilidades, y por lo tanto desciende del olimpo de los semidioses, al mundo de los hombres imperfectos, corruptibles, egoístas. El personaje virtuoso puede tener un pasado oscuro, e incluso puede salir dicha oscuridad a la superficie, como una batalla permanente y maniquea entre lo que es y lo debe ser.

Pero si el héroe y el reino del bien que era su árbol, presenta ahora estas manchas, lo realmente asombroso le ocurre al reino del mal y a su principal representante: el villano.

La humanización positiva que implica este nuevo contexto narrativo, lleva al espectador a realizar un acto de comprensión crucial, pues el relato ya no le presenta sin más a alguien haciendo algo que está mal, más bien se encarga de narrarle cómo es que tal situación ha podido llegar a constituirse; cómo ha sido posible que un sujeto, que en sí mismo no tenía la maldad en los poros, se transforme, no obstante, en un vehículo del mal. El nuevo relato, en síntesis, al humanizar positivamente al villano (porque nos muestra que su mala acción es consecuencia no de una pulsión innata, sino por las contingencias de las circunstancias sociales, arbitrarias e injustas), y negativamente al héroe (pues aquella figura acartonada, distante e ideal, se nos exhibe ahora más de cerca, donde es posible apreciar sus imperfecciones, sus debilidades, sus actos miserables, etc.) nos plantea el escenario propio de la complejidad. En este nuevo universo narrativo conviven naturalmente la biblia con el calefón.

El Padrino (The Godfather) es una obra que se alimenta de aquella humanización. Sin embargo, la obra de Coppola presentó en 1972 una cualidad singular, extrañamente anómala a todo lo que se venía desarrollando en relación al cine negro de los últimos 40 años. En EE.UU. hay otro gran referente asociado al mundo de lo ambiguo, del entrecruzamiento, me refiero a Martin Scorsese. Este último representa, a mi juicio, la más pura tradición del cine de gángster, y en este sentido es el heredero legítimo del cine de los años 30, hijo dilecto de los Hawks, de los Wellman, de los Walsh. Toda esta filmografía (a su manera, hija de aquella mitología primigenia de los colonos vencedores, que hacen lo que hay que hacer para sobrevivir, que ha quedado plasmada en el mundo del Western) puede subsumirse en un concepto integrador que denominaré la épica del fracaso. El cine gángster suele representar el ascenso social del protagonista, desde su estatuto de matón hasta jefe de banda; pero dicho ascenso se complementa con la caída en la desgracia del individuo que ha preferido derretir sus alas con el fuego del oro. Hay en esta peripecia un movimiento doble: un triunfo del individuo, una superación de las condiciones iniciales, y una caída estrepitosa y abrupta. Y si bien es cierto, que en el final del relato sucede inexorablemente la perdición del protagonista gángster-anti-héroe, con quien el espectador ha quedado identificado, dicho desenlace no se presenta como aleccionamiento o redención. Más bien el fracaso, de un modo casi romántico, consagra al héroe, que ha dado su vida por una búsqueda personal de la grandeza.

El Padrino, en cambio, narra por primera vez algo diferente. No se trata aquí de las peripecias de Paulie (John Martino), un matón de poca monta, sino de la Familia Corleone: la realeza del crimen organizado. Y no es ésta tampoco la única diferencia, pues este aspecto aislado apenas sería un dato de color, una trivialidad, fuera del marco fundamental que tematiza el film de Coppola, pues lo verdaderamente importante es la confrontación entre la épica que exuda todo film de gángster, frente a la tragedia que se escenifica en El Padrino.

¿En qué se cifra la épica gángster, en particular? Básicamente en la determinación voluntarista de un individuo inescrupuloso que, a fuerza de coraje y ansias de poder, pretende elevarse desde el pantano de la miseria hacia el paraíso del dinero fácil. Pero también en cierta poética de gesta que trasunta en toda la peripecia, pues la regla de oro de un relato siempre nos dice que el mundo es de los valientes. Lo esencial de la concepción épica es la heroicidad, y por lo tanto el determinismo de la voluntad individual por superar los obstáculos a fuerza de coraje e hidalguía. Que en medio de todo esto haya que saltearse alguna que otra ley, es un daño colateral, un precio que habrá de pagar aquel que ve en el resultado la única lógica de su acción.

¿Qué espíritu domina, en cambio, en El Padrino? A mi entender, la lógica predominante es la fatalidad: el destino irremediable que se impone a las voluntades humanas. Hay algo esencialmente trágico en la historia de Don Corleone, y de su hijo Michael; hay, de hecho, una misma y única tragedia que los une. Don Corleone (Marlon Brando) ha querido durante sus últimos años mantener fuera del negocio a su hijo menor, Michael (Al Pacino). Anhela que este último sea el vehículo de la redención para el nombre familiar.

Si se presta atención a este detalle en particular, se apreciará que aquello que añora Don Corleone es mantener diferenciado a Michael de sus negocios, es decir, reconoce en su propio hijo la necesidad de una clasificación vital que clausure finalmente el mundo de lo dual en el que se ve él mismo obligado a desenvolverse. Quiere para ese hijo un paraíso sin mezclas; quiere para su familia un apellido sin manchas. Sin embargo, será ese mismo hijo el destinado por la fatal circunstancia de la muerte de su hermano Santino (James Caan), quien asumirá, a su pesar, esa herencia impensada.

La imprevista metamorfosis de Michael puede interpretarse –metafóricamente- como la experiencia de la muerte vivida en carne propia para ese padre que muere en la conciencia de saber que el proyecto anhelado para el hijo se ha desintegrado. De hecho, la muerte de Don Corleone significa la muerte definitiva del hijo que el padre había proyectado; el padre muere la vida de ese hijo, tanto como el hijo vive la muerte de ese padre a lo largo de las 3 películas de Coppola. Y es una hermosa e inesperada rima cinematográfica que el mismo actor que encarnara a Don Corleone (Marlon Brando) haya enunciado 6 años más tarde aquellas promisorias, fatales, pero adorables, palabras (escritas por un mismo guionista, Mario Puzo) a un hijo, a quien condenaba –muy a su pesar- a la soledad y al aislamiento: “verás mi vida con tus ojos, y yo veré la tuya con los míos. Padre convertido en hijo, hijo convertido en padre” (Superman; Richard Donner, 1978).

La tragedia de los Corleone, la fatalidad que los persigue, recorre toda la saga, pero concluye drásticamente con otra muerte significativa: la de la hija de Michael, asesinada por una bala destinada a matar a su propio padre. Y en este sentido, puede establecerse todo un hilo de Ariadna entre la muerte del proyecto del Michael legítimo, añorado por Don Corleone para su hijo menor, hasta la muerte de María Corleone, por una bala que debió matar a Michael. La bala no debió ser para María, como el cargo de Don no debía ser de Michael. Un dato de color es que la hija de Michael, muerta por una bala disparada a su padre, es en la vida real la hija del director; un director que cinematografía la muerte de su propia hija.

Hemos pretendido mostrar en todo este análisis que debajo de la común herencia en relación al entrecruzamiento de los valores, la connivencia y la impurificación, que mancomuna a la saga de El Padrino y todo el género del cine gángster, se impone de modo notable una confrontación clave: frente a la épica que tematiza el determinismo de un individuo que consigue su meta, y luego cae en la desgracia, se yergue la tragedia y el pathos de la hybris, la fatalidad que se impone como una lógica implacable y despiadada. Los hombres del cine de gángster, son pura fuerza vital, puro apetito voraz, y lo comerán todo, hasta que su megalomanía última los destruya. Los hombres de El Padrino, por el contrario, son como el Edipo trágico: por querer evitar lo horroroso, cometen el horror, pues el camino que los héroes trágicos interpretan como salvoconducto del incendio fatal es, en verdad, aquél que el destino ha considerado para alimentar el fuego.

Título: El Padrino.
Título Original: The Godfather.
Dirección: Francis Ford Coppola.
Intérpretes: Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Robert Duvall, Diane Keaton, John Cazale, Talia Shire, Richard S. Castellano, Sterling Hayden, Gianni Russo, Rudy Bond, John Marley, Richard Conte.
Género: Crimen, Drama, Saga familiar.
Clasificación: Apta mayores de 16 años.
Duración: 175 minutos.
Origen: EE.UU.
Año de realización: 1972.
Distribuidora: CDI Films.
Fecha de reestreno: 24/02/2022.

 

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