Por Juan Alfonso Samaja
*Se advierte al lector que la crítica podría contener spoilers
Un hombre y una mujer se conocen a la salida de un cine y van a tomar un café. En ese primer encuentro, la mujer invita al hombre a un juego de roles, donde en cada cita sólo contarán de sí mismos aquella vida que siempre quisieron tener.
Crítica
En una sala de cine, donde reponen una comedia romántica de Hollywood de los años ´40, asisten -solitarios- una mujer y un hombre. La sala, obscura y penumbrosa, permite la coexistencia muda de sus cuerpos, pero la escasa concurrencia impone una individualización inevitable. Por eso, cuando apurando el placer retardado de un cigarrillo culposo, ambos vuelven a cruzarse en la puerta, una conversación de protocolo se impone: él, galantemente, le ofrecerá “fuego” a ella, como adivinando que en pocos días su ofrecimiento de cortesía abandonará el terreno de la literalidad, para sumergirse para siempre en metáfora pasional.
El hombre y la mujer desconocidos intercambian algunos pareceres sobre el film y, entusiasmados, deciden continuar la charla en un café lindero. Allí la mujer propone un juego de seducción atípico: en lugar de darse a conocer relatando las vidas que han llevado adelante, sugiere exponerse desde un marco ficcional, narrando lo que cada uno quiso ser, pero no fue.
Poco y nada sabemos de estos personajes en el inicio. Sin embargo, la presencia de un anillo de casamiento en la mano de la mujer, como la renuencia de ella a tratar detalles de sus vidas cotidianas y domésticas, lleva inicialmente a pensar en una relación clandestina. Pero, rápidamente el espectador refuta esta expectativa, recibiendo la información de que la mujer ha enviudado recientemente, y vive con un hijo ya adulto, a quien no le participa inicialmente de esta aventura.
El hombre y la mujer deciden darse cita en un bar céntrico, donde un mozo habitual les servirá de oficio un regular vaso de whisky Old Smugglers etiqueta blanca, para luego intercambiar anécdotas y pasiones imaginadas. Elegirán para narrarse el mismo día que la sala de cine exhibía el cine de clásicos que hizo posible el encuentro. La cita de los jueves sucede regularmente durante un tiempo hasta que la vida poco idealizada empieza a inmiscuirse de modo irremediable en el tejido ficcional: un mal día la mujer aparece demacrada y pálida, tose excesivamente. Yuri, respetando las reglas del juego de seducción que ha consensuado con Irene, se guarda las preguntas que lo carcomen, y ambos pretenden que no pasa nada. Durante los encuentros próximos ya no es necesario preguntar nada pues Irene viene con un gorro que la cubre la cabeza, señal de que ha comenzado un tratamiento de quimioterapia. Pero un jueves, Irene falta por primera vez a su cita.
El relato se presenta como un flashback acompañado de la voz en off de Yuri quien describe una historia ya pasada, como esas en blanco y negro que los amantes gustan apreciar en el silencio de una sala vacía. Al principio, la voz en off parece estar dirigida hacia un espectador privilegiado que se presenta como el único que está al tanto de las vidas no ficcionadas de los protagonistas; sabe, por ejemplo, que la Irene Singer de la ficción es, en verdad, una correctora de estilo en alguna editorial, y madre amorosa de un hijo; que el Yuri de fantasía, que se ufana de su carrera espacial como astronauta, es realmente un gris comerciante de una casa de libros usados de ciencia ficción que le teme a subirse a un avión. En esta primera parte del relato, únicamente el Yuri/narrador y nosotros como espectadores parecemos estar al tanto del panorama completo de los protagonistas. Sin embargo, hacia el final de la película se revela que la narración tiene como destinatario al hijo de Irene, por lo tanto, a lo largo del relato el espectador se ha ido convirtiendo en confidente invisible de Yuri, como el hijo se ha ido transformando en el espectador silencioso del relato.
Las labores interpretativas de Wexler y Rubio son verdaderamente conmovedoras, consiguiendo una intimidad genuina con el espectador, donde este último asume un rol de voyeur equivalente al que encarna Irene cuando en el café observa en silencio a aquella mujer solitaria en la mesa de enfrente; esa imagen de mujer que ella proyecta de sí misma en su ficción.
Eleonora Wexler está realmente impecable, en la construcción del carácter de esta señora solitaria, necesitada de relatos para seguir amando y amándose; ser objeto de deseo, para seguir deseando. Pero quien verdaderamente sorprende con un desconcertante giro dramático es Luis Rubio, quien construye un personaje conmovedor, en ese difícil límite entre lo patético y lo genuino; un personaje solitario que necesita munirse de relatos y escenografías para colorear una vida en blanco y negro. Sin embargo, ambos personajes presentan en común esta característica de rodearse de elemento ficcional para hacer de sus vidas algo tolerable; pues ya desde el inicio los vemos asistiendo al cine como caracterizados de época con aquellos sobretodos al estilo Bogart para más tarde descubrir que ambos trabajan rodeados de ficción (una, para rechazar a quienes la producen, otro, para venderla).
Merece también una mención especial el diseño de la fotografía, basado en gran parte en la sucesión y alternancia de primeros planos, que incrementa el impacto emocional a partir de elementos expresivos mínimos.
Pero lo más potente de la película es la propuesta de su premisa: podemos ser lo que narramos al otro, cuando el otro ve en nosotros nuestra propia narración.
Por lo tanto, vale más enamorar por lo que deseamos y por el objeto de deseo que aceptamos jugar para otros, que por la pedestre y grosera situación catastral y bancaria que hemos alcanzado. En este sentido, resulta sintomático que sea precisamente este hombre patético, el que menos estatus material y simbólico ha logrado, quien consigue revivir el fuego vital de esa mujer, cuya salud se está apagando.
Dos decisiones, a mi juicio, debilitan ligeramente el impacto de esta propuesta, la primera, de orden narrativa, la segunda, de orden enunciativa. 1) La función excesivamente relevante que asume el hijo de Irene, cuyo personaje no goza de un desarrollo narrativo proporcional a esa responsabilidad dramática. Creo, en efecto, que la película hubiese ganado aun mayor impacto si hubiese conseguido focalizar el relato en la última parte de la película en la historia de amor de la pareja, en lugar de desplazar el foco en la construcción de un vínculo cuasi-paternal con el hijo de Irene. Este mayor peso del personaje del hijo es lo que justifica desde el inicio del film la voz en off del hombre que va relatando los sucesos pasados al hijo en este presente donde su madre ya ha fallecido. Esto último lleva a la segunda decisión: el asunto enunciativo y su justificación diegética.
2) La voz del narrador es un recurso expresivo acertado, en principio, pues otorga al relato un carácter nostálgico, al mismo tiempo que establece con el espectador una intimidad paralela a aquella que los amantes van generando por medio de sus relatos ficcionales en cada uno de los encuentros furtivos. Sin embargo, esta poética de la intimidad se quiebra al revelarse que el auténtico destinatario es el hijo de Irene, quien ha estado desde el comienzo escuchando los acontecimientos. Este cambio abrupto, resulta doblemente fallido a mi juicio: por una parte, resulta un poco forzado, dando la impresión de justificar enunciativamente la prioridad narrativa sobre un personaje que tiene, en verdad, escasa participación en el marco de la trama; pero además aniquila la intimidad que la película ha conseguido tallar con paciencia de artesano durante todo el proceso narrativo, transformando todo el idilio en una mera apariencia.
Título: Lo que quisimos ser.
Título original: Idem.
Dirección: Alejandro Agresti.
Intérpretes: Luis Rubio, Eleonora Wexler, Antonio Agresti, Carlos Gorosito, Juan Carlos Kuznir.
Género: Drama, Romance, Comedia.
Calificación: Apta para todo público.
Duración: 84 minutos.
Origen: Argentina/ Francia.
Año de realización: 2024.
Distribuidora: Cine Tren.
Fecha de estreno: 24/10/2024.
Puntaje: 9 (nueve)