Por Pablo Arahuete
Este es un film para armar y desarmar cuantas veces se quiera, como si se tratara de unir simplemente por capricho los retazos que Martel deja abandonados en la pantalla en apariencia por descuido. Estos retazos, de una memoria que quiere olvidar.
En la superficie, el cine de Lucrecia Martel parecería celebrar ese axioma que reza “en el nuevo cine argentino no pasa nada”. Podría decirse que sus películas no son aptas para un espectador impaciente; que no superan el nivel de anécdota; que son entreveradas y complejas al divino botón y tantas otras salidas fáciles para evitar inmiscuirse en su universo personal. Un universo que, con este tercer largometraje, la ubica en el fascinante y riesgoso espacio del cine de autor, y que por esta sencilla razón define a la directora de La ciénaga como uno de los realizadores argentinos más honestos, coherentes y audaces, que descartan todo tipo de coqueteo con lo que se supone “que el público quiere ver” y asume, a fuerza de un crecimiento en lo que hace a lo cinematográfico, los riesgos que esto conlleva.
Para introducirnos en la obra de la realizadora salteña es conveniente tener presente que el todo no es igual a la suma de las partes, sino por el contrario las partes son más importantes que el todo o -para ser más explícitos- el fondo es más importante que la superficie. Y por fondo se entiende, ya en el terreno narrativo, lo que se denomina trama, que en el caso de sus relatos no es otra cosa que un tejido complejo de subtextos, ambigüedades y deconstrucciones. La forma de deconstruir casi siempre encuentra una ligazón con la descomposición del tejido social, pero más concentrado en el seno familiar, donde los lazos y vínculos se alteran, se rompen, se rebelan a la idea preconcebida de núcleo familiar y se hunden en el fango de las apariencias (ejemplo acabado en La ciénaga).
Otro indicio de descomposición es el que marca la brecha entre las capas sociales; la diferenciación entre los pobres, serviles, sumisos y los ricos, amos, altivos y decadentes. Y esto se produce siempre en el contexto de una provincia como Salta (escenario geográfico de sus tres películas).
Así, por un lado propone una mirada original y diferente sobre el interior y por el otro juega constante e irónicamente con los prejuicios, los preconceptos y los estereotipos habituales en nuestro cine. Un aspecto significativo se relaciona con la manera en que la directora construye la imagen a través de los fragmentos, de elementos disociados que en un principio -a simple vista- aparecen dispersos en el plano pero que con una focalización mayor se entrelazan perfectamente. Ocurre lo mismo con las texturas sonoras, incluidos los diálogos, los sonidos diseminados en acordes disonantes para algunas ocasiones o el conjunto de notas musicales a la deriva, como así también en las sugestivas atmósferas y climas que la autora de La niña santa sabe construir con paciencia artesanal.
Ese collage de texturas, capas, tramas y subtramas componen el rico universo de La mujer sin cabeza, su más reciente opus, filmado enteramente en formato cinemascope, es decir en pantalla ancha. El rasgo que prevalece en este film es el de la fragmentación, que opera en un doble sentido: como punto de partida de un proceso psicológico donde la realidad de la protagonista se fractura a partir de un shock emocional y traumático, y por otro lado como un signo dentro de la composición visual donde los cuerpos o los elementos mostrados en el plano se recortan en el encuadre o se unen en un espacio artificial. La fragmentación también llega a construir el punto de vista de la protagonista; enmarca su conexión y desconexión con el mundo que la rodea, que es apenas perceptible cuando irrumpen los sonidos disonantes (al igual que ocurría con el personaje de Ricardo Darín en El Aura), provocándole un estado de extrañamiento y aturdimiento.
Quizás, aquí se trate de una puesta en escena consciente para reflejar los intrincados y confusos caminos de la memoria y, subrepticiamente, los mecanismos del recuerdo y del olvido. Los “quizás” o las conjeturas son inevitables si se trata de una película que nunca abandona el terreno de la ambigüedad y justamente hace de esta particularidad su mayor acierto y distinción. No hay un sentido unívoco en cada propuesta cinematográfica de esta autora como así tampoco un único rumbo de la mirada. Esta se multiplica no sólo desde el punto de vista predominante, que como se dijo anteriormente aquí es el de Vero (María Oneto, brillante), sino también por una suerte de escisión de la cámara con sus personajes y el entorno, dándole al espectador la posibilidad de construirse su propio punto de vista.
Tampoco debe pensarse el cine de Lucrecia Martel como un campo para explorar la subjetividad de sus personajes, sino más bien como una radiografía de los paisajes interiores; de los caminos invisibles que surcan las motivaciones y conductas de las personas con una gran presencia de los secretos y los deseos ocultos que terminan por emerger a esa superficie rodeada de chatura y desasosiego; es decir, en la incompletud emocional de los personajes que se reflejan en los fragmentos.
Sin pretensiones de marcar un horizonte a partir de este análisis es necesario entender la idea de ruptura con la realidad para entrar en el mundo de La mujer sin cabeza. Entre otras cosas, eso es lo que le permite a esta historia transitar en la frontera entre lo fantástico y lo real, entendiéndose por fantástico aquello que se construye desde la mente; aquello que se cree haber visto o haber oído. Tal vez un fantasma o una presencia ajena, una sombra en la pared de algo que no está o simplemente un estado de extrañamiento que conlleva a un desdoblamiento de personalidad. Toda esa compleja red de significados nos permite desandar el camino de Vero, quien tras despedirse de su familia y subirse al auto de regreso a su casa se distrae por unos segundos del camino y siente que su vehículo impactó contra algo. ¿Pudo tratarse de una persona, de un chico que correteaba por allí? o simplemente atropelló a un perro? Lo cierto es que Vero, luego del shock, emprende una huida por partida doble: del mundo y de si misma, ya que no recuerda quién es frente a un entorno que la reconoce y no advierte su estado de confusión. Ni sus criadas que atienden los quehaceres domésticos en una casa cómoda y le dicen Señora, ni su esposo, el Señor del hogar, para quien la ausencia nocturna de su mujer aquel día no significó nada. Tampoco que ella no haya traído su coche y lo haya dejado abandonado en la ruta.
Son muchos interrogantes sin respuesta los que se van acumulando a lo largo de esta trama plagada de ambigüedades, sutilezas e información dosificada a cuentagotas que, gracias a las bondades del formato de pantalla ancha, se van multiplicando en un conjunto de elementos y situaciones en segundos y terceros planos; en fuera de campos sonoros que registran diálogos, conversaciones telefónicas o la irrupción de algún ruido extraño que quiebra constantemente la lógica o linealidad del relato.
Párrafo aparte, merece la inmejorable elección de casting: con el hallazgo de María Oneto para componer un rol rico en matices y sutilezas, con la libertad que necesita un personaje tan difícil como el que le tocó en suerte; la enigmática Inés Efron, quién a partir de XXY deja en claro que es una de las grandes promesas jóvenes del cine argentino, y como reconocimiento y despedida a María Vaner, que aporta una presencia incuestionable como la tía Lala.
Este es un film para armar y desarmar cuantas veces se quiera, como si se tratara de unir simplemente por capricho los retazos que Martel deja abandonados en la pantalla en apariencia por descuido. Estos retazos, de una memoria que quiere olvidar, se conectan intertextualmente con toda su obra anterior como un capítulo más de un libro inconcluso, cuya mayor riqueza la constituyen los diálogos y su capacidad de exploración en la cotidianidad.
Mucho podrá decirse sobre este film, seguramente habrá voces que lo desacrediten por su morosidad y otras que lo enaltezcan por su rareza, pero ninguna podrá negar que existen pocos realizadores que llegan a una tercera película sin traicionarse a si mismos y con una gran cuota de madurez como en este caso.
Título: La mujer sin cabeza
Dirección: Lucrecia Martel
Intérpretes: María Onetto, Claudia Cantero, Inés Efron, Daniel Genoud, Guillermo Arengo, César Bordón, María Vaner
Calificación: Apta para mayores de 13 años
Género: Cine de autor, Drama
Duración: 87 minutos
Origen: Argentina, España, Francia, Italia
Año de realización: 2008
Distribuidora: Distribution Company.
Fecha de estreno: 21/08/2008
Puntaje 9 (nueve)