Por Marcos Rodríguez
En algún momento de El quinto poder el personaje de Julian Assange (interpretado por el gran Benedict Cumberbach) dice: “La revolución es la lucha entre el pasado y el futuro. El futuro ya llegó”.
Con su vocación fuertemente comercial y pop, el cine mainstream contemporáneo trata de reflejar el presente, probablemente más como una estrategia comercial que como una verdadera vocación de quienes deciden qué películas se hacen y cómo. La estrategia de marketing parece bastante simple: atraer al espectador a las salas de cine con la promesa de contarle historias que lo involucran, escándalos actuales, conflictos que lo atraviesan.
Casi como si el cine le siguiera el paso a las noticias. Fue así, por ejemplo, que -relativamente- pocos meses después de la muerte de Steve Jobs pudimos ver en la cartelera la floja Jobs y que ahora el “escándalo WikiLeaks” ya tenga su película. El problema de esta ecuación (más allá de los mejores o peores resultados que hayan tenido estas películas) es que el cine mainstream se sigue moviendo con los pesados pies de un arte del siglo XX cuando en el siglo XXI los problemas que nos atraviesan ya son otros. El futuro ya llegó.
El quinto poder cuenta dos historias paralelas. Una es la de la relación entre Daniel Berg (interpretado por el gran Daniel Brühl; verdadero protagonista de esta película basada en el libro que escribió Daniel Berg) y Julian Assange (una especie de profeta autista, que no sale del todo bien parado de todo esto). La otra es una película de la tecnología; la que se insinúa en cada minuto de El quinto poder, pero no logra desarrollarse. Assange es importante no porque tuviera el pelo blanco o porque sea un ególatra, sino porque supo hacer con la tecnología algo que nadie había hecho antes. ¿Qué es exactamente eso? Como espectadores, no lo sabemos.
Regida por los códigos del cine mainstream, esto es, del cine espectáculo, El quinto poder no logra narrar nunca aquello que está en el centro de toda esta historia: la tecnología, la información, el flujo de códigos, el nuevo poder que proclama su título. El corazón de todo esto está en la informática: computadoras, letritas en una pantalla, números y símbolos que no iba a entender casi ninguna de las personas que posiblemente iban a pagar una entrada para ver esta película. Frente a ese problema, El quinto poder opta por una opción clásica: la metáfora. Frente al problema de transformar en espectáculo aquello que es esencialmente antiespectacular (el mundo de las computadoras), la solución es “mostrar” las computadoras a través de imágenes poéticas que supuestamente transforman en imágenes el “sentido” de una escena. Es así, por ejemplo, que el mundo virtual de WikiLeaks de pronto se transforma en una especie de oficina cósmica infinita bajo cielos cambiantes, habitada por escritorios y tubos de luz innecesarios. Es así, por ejemplo, que dos personas chateando de pronto se convierten en la imagen de una persona sentada frente a una computadora con palabras de luz que le acarician la cara. Todo ese nudo, la historia en el corazón de esta historia, se resuelve con metáforas. Es decir: no se resuelve.
La verdadera historia, la historia del futuro, no llega a contarse. Y se pierde una oportunidad. Es entonces que la otra historia cobra importancia: la de la relación entre Berg y Assange. Pero a diferencia de la gran Red Social (en la que Facebook es casi una excusa que no se representa en pantalla y los personajes se atacan entre ellos en una lucha de poder que se parece más a Shakespeare que a una empresa del siglo XXI), El quinto poder tampoco se decide a jugarse por entero a ser una historia de traiciones y luchas de poder. Divaga. Filtra noticias y hechos de actualidad para hablarnos de la importancia de lo que está pasando. Mete metáforas sobre la virtualidad para recordarnos que estos personajes, además de pelearse entre ellos, “hacen cosas con computadoras”. Este miedo, este deseo tembloroso de cubrirlo todo (como si una película pudiera ser a la vez todos los canales de televisión), esta falta de definición es la que hace que lo que podría haber sido una película urgente se vuelva apenas una historia ilustrativa.
Un síntoma claro de esta falta de definición, por ejemplo, es la inclusión (bastante inexplicable) de la historia de la agente Shaw (interpretada por Laura Linney, siempre solvente en sus papeles) y su fuente en Libia. ¿Por qué le interesa a El quinto poder la historia de una empleada del gobierno de Estados Unidos que pierde su trabajo por los escándalos de WikiLeaks? ¿Y por qué le interesa la historia de su fuente de información en Libia, que debe salir corriendo de su casa por miedo a una supuesta represalia de su gobierno, que nunca llega a concretarse? ¿Qué historia está contando El quinto poder? ¿Qué recursos cree que necesita usar para generar tensión? ¿Por qué no confía en la historia (compleja, nueva, ambigua) que supuestamente quiere contar?
Lo que podría haber sido una película del futuro se queda atrás de su propio tema, transmite un contenido que debería estar en la agenda pública (y que en Argentina apenas si lo estuvo) y desaprovecha lo que podría haber sido una gran oportunidad a pesar del buen trabajo de todos sus actores.
Título: El Quinto Poder.
Título original: The Fifth Estate.
Dirección: Bill Condon.
Intérpretes: Benedict Cumberbatch, Daniel Brühl, Dan Stevens, Alicia Vikander, Laura Linney y Carice van Houten.
Género: Basado en hechos reales, Basado en libro, Biográfica, Drama, Thriller.
Calificación: Apta mayores de 13 años.
Duración: 128 minutos.
Origen: EE.UU./ India/ Bélgica.
Año de realización: 2013.
Distribuidora: Buena Vista.
Fecha de estreno: 21/11/2013.
Puntaje: 7 (siete)