Por Emiliano Fernández.
Como consecuencia directa del auge de la piratería, los formatos digitales de distribución, la apatía de consumidores culturales cada vez más adormecidos y la competencia feroz que plantea la televisión con su amasijo de series destinadas al mercado adulto, en los últimos años la enorme mayoría de la industria cinematográfica optó por recurrir a un puñado de estrategias bastante rudimentarias para salir a pelear y de paso maximizar sus ganancias millonarias. Ya conocemos de sobra lo que aconteció en el campo de la producción, léase ese -para nada sutil- recambio de paradigma: de a poco desapareció la confianza absoluta para con las estrellas taquilleras de antaño y surgió como reemplazo un catálogo todopoderoso de artificios en CGI que pasó a funcionar como un comodín en un esquema dominado por la lógica de las secuelas eternas y los refritos de grandes glorias del ayer (aunque pasteurizados para el gran público… no vaya a ser que los espectadores recuperen la capacidad crítica y exijan una mejora en el espectro cualitativo de los productos y una mayor implicancia en la praxis cotidiana por parte de los mismos).
Hasta cierto punto podemos afirmar que hoy pasa mucho más desapercibido lo que está ocurriendo en materia de la proyección de los films, principalmente porque solemos naturalizar casi cualquier práctica perteneciente al ámbito mundano: los exhibidores desde hace un par de décadas vienen recurriendo a artimañas del pasado para seguir atrayendo a unos espectadores que en el fondo nunca dejaron de considerar a las salas tradicionales como una experiencia colectiva tan interesante y singular como antagónica con respecto a la quietud del hogar (la paranoia apocalíptica de la industria no se condice del todo con lo que está sucediendo en la realidad, esa suerte de diversificación de canales de consumo con la misma preeminencia de siempre del mainstream como proveedor de contenidos audiovisuales gracias a su enorme aparato publicitario y la tendencia natural del capitalismo hacia el oligopolio). Así las cosas, el regreso del formato en tres dimensiones -la “estrella” de la oferta cinematográfica de nuestros días- se entiende dentro de la cultura basura de la nostalgia infinita y sus subproductos carentes del sustrato revulsivo de antaño, una estrategia que trata de replicar en las boleterías de los distintos complejos el menú de los supermercados y de esos televisores high tech actuales y su oferta de películas dobladas al castellano, en su idioma original, en 2D, en 3D, con descuento/ a precio de miércoles, con valores tradicionales, con o sin promociones 2×1, en pantalla gigante, en pantalla “normal”, etc. Hasta hay opciones que tratan de unificar a los exhibidores con un restaurant con butacas dignas de la primera clase de los vuelos transcontinentales.
El último agregado a la lista del popurrí sensorial que ofrece el mercado es la denominada opción “4D” de la cadena Multiplex, lo que en términos prácticos resulta ser una homologación entre la plataforma 3D y los efectos/ sacudidas/ recursos de las montañas rusas y los carritos -en general- de las atracciones/ simuladores de los grandes parques de diversiones norteamericanos símil Walt Disney World (salvando las distancias, por supuesto). Pudimos apreciar la tecnología en ocasión de Moana (2016), precisamente el último opus del estudio creador de Mickey Mouse, y en la única sala que por ahora ofrece el 4D en Argentina, una ubicada en el complejo que posee la cadena en el mall Las Palmas del Pilar, del norte del Gran Buenos Aires. Desde el vamos el servicio se presenta como una superación en lo referido a lo que proponen Hoyts y Cinemark con el formato D-BOX, una alternativa basada únicamente en el movimiento de los asientos: en el Multiplex las butacas están divididas en grupos de cuatro que se mueven hacia todos lados con meneos más o menos bruscos, tienen un motor que vibra en la “retaguardia” del espectador (literalmente), asimismo tiran chorros de aire comprimido a la altura de las orejas, a veces salpican las manos con gotitas de agua, la sala juega con luces estroboscópicas todo el tiempo, genera vendavales en la cara de tanto en tanto, se acondiciona según los aromas sugeridos por el film y hasta por momentos logra una sensación de montaña rusa light en las secuencias de acción. Todo -desde ya- se desarrolla en sincronía con la película de turno y aprovechando cada pequeña oportunidad o detalle que brinda el relato para intercalar una nueva sensación física/ psicológica, en esencia siempre asistida o inducida mecánicamente.
El trabajo en cuestión, que ya habíamos visto anteriormente, sirvió a la perfección para chequear todo el potencial del formato en su máxima expresión (Moana está repleta de movimientos furiosos de cámara, números musicales, “chapoteos” en el océano y escenas de combate, arremetidas y/ o fugas a toda velocidad). Con apenas 80 butacas en total en la sala, el 4D funciona como una experiencia gratificante que corta de manera rotunda lo esperable en un complejo tradicional argentino que proyecta realizaciones en 3D; no obstante de ninguna manera se puede decir que el precio de la entrada -un poco más del doble del valor de un boleto promedio de nuestros días- se justifique de por sí, ya que ello dependerá del gusto cinéfilo personal de cada espectador, de su bolsillo y de lo que pretenda de un servicio/ oferta cultural de esta envergadura. En una época en la que el arte cada día queda más y más sepultado bajo los preceptos del entretenimiento exacerbado y vacuo, uno no puede dejar de sonreír cuando ve lo que genera este tipo de propuestas en espectadores que -respetando la desinformación, la vagancia y el desinterés progresivo de la actualidad- se sientan en las butacas con pochoclos y bebidas adquiridas en el candy bar del vestíbulo, sin saber lo que les espera… ni el más mínimo aviso por parte de los responsables de la cadena.