Quien afirme que Australia narra una historia de amor comete una imprudente simplificación porque, hilando fino, la historia de amor resulta que son tres: la de una mujer por un hombre, por un niño e incluso por un país. Y es que así es el cine de Baz Luhrmann: una oda al exceso en el que todos y cada uno de sus colaboradores se esfuerzan al máximo para entregarle al público un formidable entretenimiento audiovisual. Por su estilo manierista y clipero Luhrmann fue despectivamente bautizado como un hijo dilecto de la Mtv o, lisa y llanamente, como el Michael Bay australiano (otra simplificación desafortunada). Obviamente, estamos en presencia de un director generador de antinomias extremas: o lo adoran o lo defenestran sin piedad. En este apartado me resulta difícil ser neutral visto y considerando que Moulin Rouge, amor en rojo (Moulin Rouge!, 2001) es una de mis películas favoritas. De todos modos procuraré ser lo más objetivo que pueda en el análisis de una obra claramente inferior al musical ambientado en el célebre cabaret parisino pero también superior a Romeo + Julieta (1996) y del mismo nivel que su ópera prima Baila conmigo (Strictly Ballroom, 1992). Los anti Luhrmann sólo la van a ver para destrozarla y ni la crítica más sensata los hará cambiar de parecer. A esos fundamentalistas me permito sugerirles que dejen de leer este comentario aquí mismo…
Cualquier cineasta ambicioso pretende ganar un Oscar para refrendar su carrera con el toque de prestigio que ese premio -caprichosamente o no- suele otorgar. Le sucedió a Steven Spielberg con La lista de Schindler (merecidísimo a mi criterio), a Martin Scorsese con Los infiltrados (un despropósito que no invalida el talento demostrado en varias obras anteriores) y hasta a James Cameron cuyo Titanic es para Australia un auténtico espejo en muchos sentidos aunque argumentalmente difieran en casi todo. Baz Luhrmann, luego de que la Academia ninguneara por vanguardista a Moulin Rouge… regalándole el Oscar a Una mente brillante, ha concretado su propio Titanic en un filme que funciona como una tremenda procesadora de géneros e ideas preexistentes prácticamente desde que se inventó el cinematógrafo. Por eso Luhrmann me recuerda tanto a Quentin Tarantino, otro enamorado de las posibilidades expresivas del cine, en su inteligente avidez por recrear historias que a esta altura forman parte del inconsciente colectivo. Sus películas reciben al espectador como a un viejo amigo que se identifica a pleno con los personajes y situaciones que se proyectan en la pantalla. Son imágenes que inevitablemente capturan la esencia de las emociones para descargarlas como un vendaval sobre todos nosotros. El único requisito para disfrutarlas: guardar cierta inocencia en un rinconcito del corazón. Los espectadores cínicos no están calificados para apreciarlas…
Quien quiera contrarrestar mi opinión sosteniendo que ningún film que cueste 130 millones de dólares, como es el caso de Australia, puede jactarse de inocente en sus propósitos, es tan cierto como obligatorio en una industria cinematográfica que suele premiar los éxitos y castigar los fracasos. Si partimos de esa base es probable que la espigada efigie de Don Oscar le seguirá siendo esquiva a Luhrmann porque comercialmente su romance épico acaba de fracasar en ese vergonzante termómetro para las nominaciones que es la taquilla estadounidense. Afortunadamente esto no es obstáculo para apreciar al relato por lo que es: un ejercicio lúdico regocijante con constantes citas intertextuales al cine clásico hollywoodense. Los modelos evidentes son Lo que el viento se llevó y El mago de Oz (esta última explícitamente) pero la lista lejos está de terminar ahí. El venerable Clint Eastwood (a quien Hugh Jackman copia descaradamente para usufructuar un parecido facial asombroso) y su antiguo maestro Sergio Leone reciben también un emotivo homenaje en diversos pasajes de la acción. De hecho, Australia ha utilizado una presentación similar a la de Erase una vez en el oeste a partir del arribo de Lady Sarah Ashley a Faraway Downs (en el filme de Leone la recién llegada era la bella Claudia Cardinale).
Son incontables las referencias que vienen a la mente porque el realizador y sus guionistas (entre ellos el veterano Ronald Harwood, ganador de un Oscar por El pianista) han revisado con ojo enciclopédico docenas de obras aptas para todo público de corte old-fashioned, con su cuota de aventuras, romance, comedia, drama y acción. Luhrmann confesó extrañar aquellas épocas en las cuales, a diferencia de lo que ocurre hoy día, el cine no estaba dividido en targets y los chicos, adolescentes y adultos encontraban solaz en un mismo producto. Con sus deliberados excesos a cuestas, Australia apuesta fuerte por el revival -con la apariencia de un western todo terreno- pero con las ideas frescas de un creador visual imponente cuya maestría para el artificio jamás ensombrece otras cualidades suyas como el dominio de la ironía y el cambio de registro de una escena a otra con apenas un movimiento de cámara o un barrido de montaje. Con una parafernalia técnica impresionante a su disposición, el realismo oblicuo de Baz Luhrmann vuelve a cobrar vida con la imaginación fecunda de un visionario (o al menos cuando la Fox se lo permite: el estudio lo obligó a modificar el final por uno menos trágico).
Al igual que en Titanic, los personajes de Australia conforman un grupo heterogéneo de estereotipos sociales y raciales escindidos sin vueltas en “buenos” y “malos”. Quienes insisten en decretar esta faceta del guión como un déficit producto de la nula inspiración de los escritores jamás comprenderán que se trata de una decisión largamente meditada. El argumento está constituido por una acumulación de clichés de la cultura popular a la que Luhrmann siempre vuelve con bríos renovados. Lo hizo en Moulin Rouge… y lo vuelve a hacer magníficamente con su nuevo opus. Una vez más la historia escogida para desarrollar este criterio narrativo combina el drama personal con el colectivo (exactamente como en la película de James Cameron). La temática del choque cultural tan cara al cine australiano (con extensos antecedentes en la filmografía de Peter Weir, Bruce Beresford o Phillip Noyce) le confiere un trasfondo veraz a la epopeya de una Lady Sarah Ashley cuyos desbordes emocionales se transmiten eléctricamente a la platea, en parte por los artilugios del director pero más aún por la capacidad interpretativa de Nicole Kidman. Esta mujer en principio asustadiza y luego tan resuelta como aguerrida es una de las creaciones más notables en la ya larga carrera de la actriz hawaiana. Con o sin bótox, la Kidman no defrauda…
En Titanic el alegato de la tragedia colectiva no interfería ni competía con la tragedia individual de la pareja central. Australia adopta la misma tesitura para desplegar un show sensorial multidireccional: fotografía, montaje, música, escenografía y vestuario son apartados técnicos de un virtuosismo apabullante al servicio de lo que se pretende contar. La trama, imbuida en todo momento por el espíritu de Lo que el viento se llevó, arranca en 1939 cuando una muy encorsetada Lady Sarah Ashley viaja de Inglaterra a la ciudad costera de Darwin -en el norte del territorio australiano- para ubicar a su marido Lord Ashley, quien se encuentra al cuidado de la finca Faraway Downs. Circunstancias extraordinarias la forzarán a pedirle ayuda al Capataz (el personaje sin nombre, otro guiño al gran Clint Eastwood, que anima un Hugh Jackman en su esplendor físico) para arriar mil quinientas cabezas de ganado a la ciudad y vendérselas al ejército que necesita abastecer de carne a la tropa que se prepara para la guerra. Escoltada por sus criados, por el anciano contador de la finca y por algunos baqueanos de la zona, la inglesa deberá enfrentarse al poder del monopólico terrateniente King Carney (el reaparecido Bryan Brown, a años luz del especialista de F/X Efectos especiales) y su taimado yerno Neil Fletcher (un villano genial a cargo de David Wenham que, pese a ser un descastado, tiene muchos puntos en común con el Duke de Richard Roxburgh en Moulin Rouge…). La relación sentimental que va surgiendo entre la aristócrata y el fogoso arriero también le deja su espacio al vínculo maternal que la mujer siente por Nullah (Brandon Walters), un niño mestizo -mitad aborigen y mitad blanco- cuyo destino seguro es la separación violenta de su ambiente natural para ser recluido en una misión religiosa donde lo preparan junto con otros desgraciados para insertarlos en una sociedad que no los quiere ni acepta. A esos chicos se los denominó “la generación perdida” en virtud del daño que causó esta ley racista en la población indígena hasta su desaparición en la década del setenta. El paulatino entendimiento de Lady Sarah Ashley por esa tierra agreste y el despertar de sentimientos largamente dormidos como mujer posibilitan que la narración avance fluidamente pese a alguna que otra reiteración lógica dadas las dos horas cuarenta de metraje. El tercer acto, con su contexto bélico, carga las tintas de lo lindo forzando varios falsos finales consecutivos para cerrar todas las líneas argumentales pendientes sin temor a caer en resoluciones lacrimógenas cuando así lo requiere el libreto.
En ese tramo de caos y confusión emerge nítidamente la figura del abuelo de Nullah, un rey brujo que en la mágica caracterización de David Gulpilil traza un límite virtual, nunca más difuso que acá, entre civilización y barbarie. Los supuestos civilizados no siempre demuestran serlo y los salvajes a veces podrían enseñarle lecciones de convivencia a más de uno… Dicho esto sólo me queda por elogiar al niño Brandon Walters quien con sus escasos 11 años aporta tanta o más expresividad que sus compañeros mayores (además de llevar adelante la narración en off con mucha naturalidad). Los ojos soñadores de Nullah mientras mira arrobado a Judy Garland en la pantalla grande entonando la inmortal “Over the Rainbow” contagian sensaciones inexplicables que muy de cuando en cuando el cine nos depara. Esos instantes supremos marcan a fuego la vida de cualquier espectador y como tales habría que atesorarlos en algún recoveco de la memoria para acudir a ellos en tiempos de vacas flacas. Sin dudas, ése es el mejor legado que nos pueda conceder un director. ¿Alguien quiere reclamar su parte?
Título: Australia.
Director: Baz Luhrmann.
Intérpretes: Nicole Kidman, Hugh Jackman, David Wenham, Bryan Brown, Jack Thompson y Brandon Walters
Género: Aventuras, Bélica, Drama, Romance, Histórica, Western.
Clasificación: Apta todo público.
Duración: 165 minutos.
Origen: Australia/ Estados Unidos/ Reino Unido.
Año Realización: 2008.
Distribuidora: Fox.
Fecha Estreno: 08/01/2009.
Puntaje: 9 (nueve)