Por Pablo Arahuete
Si se me permite una reflexión antes de sumergirme en un intento de análisis de una nueva entrega de la saga Star Wars, invito a los lectores a contestarse la siguiente pregunta: ¿por qué los niños y niñas, sin importar generaciones, cuando recrean juegos donde se enfrenta el bien y el mal, siempre eligen el rol del bueno y no del villano?, propongo en este devaneo de ideas mezcladas con nostalgia un ejercicio extra de memoria, un viaje al recuerdo forzado por un pretexto vital pero banal a la vez.
La primera respuesta que me llega en ese intervalo entre la fría reflexión de adulto y la tibia lágrima de niño, que se desliza con la misma sutileza en que se cuentan las buenas historias, es simplemente que la épica de los héroes es mucho más interesante que la de los villanos; que formar parte del bando de la luz supone una aventura mayúscula y una transformación espiritual mucho más intensa que abrazar las mieles de la obscuridad y quedar impregnado de un poder fugaz, que arrasa a la velocidad de la luz y no deja nada para recordar.
Me atrevo a ir un poco más lejos y pienso en aquellas películas que ya no se hacen, donde el villano de turno le contaba a su némesis y por ende a nosotros mismos, espectadores que nunca estábamos de su lado, su plan como un intento desesperado de empatía pero también de trascendencia porque tarde o temprano -como decía el axioma- el mal no pagaba.
Ahora bien, ¿qué es lo que prevalece detrás de ese inocente juego de niños?, en primer lugar me atrevería a decir la imaginación y en segundo un código moral que no se aprende con lecciones, sino desde el propio juego y sus reglas. Allí no hay lugar para la finitud o la muerte entendida como final, pero sí las leyes inquebrantables que diferencian al bien y al mal, sin menoscabar que uno necesita necesariamente del otro porque emergen de la misma raíz y el fruto es el resultado de la libertad de elección entre la luz y la obscuridad.
Espiritualidad a secas o religión acomodada a la fantasía, eso es ni más ni menos que el universo Star Wars, la posibilidad de que la chispa de la imaginación arroje luz sobre la obscuridad de la realidad, por eso sin pecar de ingenuo para conectar con Star Wars y su propuesta como filosofía es necesario entregarse al niño que juega a ser héroe, aquel que derrota monstruos mucho más poderosos que él con la impronta de un código, algo que se lleva en el adn hasta que nos olvidamos de quiénes somos.
La identidad que se genera al compartir ese juego es lo que hace a la necesidad de transmitirlo generacionalmente porque a nadie le hace bien someterse desde temprana edad a la rigidez adulta. Eso no significa que en el camino haya batallas que hay que saber perder, tampoco que el chico termina siempre quedándose con la chica, sino todo lo contrario, pues llegar no es el objetivo, transitar y transformarse es en definitiva la regla no escrita en el libro de la niñez.
El episodio 8 de una saga que respeta la esencia de este entretejido lúdico y filosófico es la mejor síntesis para aunar públicos, desde la nueva camada de niños con inocencia perdida hasta los adultos que se niegan a perder la última gota de ella y todavía se sorprenden con esas vueltas de tuerca que se predicen con la misma velocidad que las espadas láser en un duelo antológico, o en cruce de batallas intergalácticas con abuso del digital a cuestas. Lo que no se predice de esta buena película es el aspecto emocional y el respeto para todos los personajes, aquellos que supieron deleitarnos a los cuarentones como quien escribe y los nuevos, portadores de esa leyenda que comenzara allá por fines de los setenta en una galaxia muy muy lejana.
Nunca mejor explotada la mística de Luke Sky Walker, personaje que sin lugar a dudas representa el alma de este nuevo opus y para quien el director Rian Johnson guarda lo mejor, con la habilidad de sorprender a muchos que como quien escribe creían haberlo visto todo. Tampoco es para desmerecer una trama simple, entendible y en la que se prolongan varias raíces del gran árbol, basta con la aparición fugaz de Yoda (a esta altura no es un spoiler) para entender aquella historia de los Jedi y la fuerza como energía vital, coqueteando como en otras oportunidades con muchos preceptos de la filosofía oriental.
Entre otras cosas esta nueva entrega (no es indispensable haber visto la anterior para disfrutarla) desarrolla con mayor precisión la importancia de los linajes y de cómo los hijos tarde o temprano deben alejarse de los padres para iniciar su propio camino, sin garantías ni mandatos taxativos. Ese linaje se reproduce en términos cinematográficos porque indiscutiblemente esta nueva camada de directores, comenzada nada menos que por J J Abrams, deja la tranquilidad de haber amalgamado el legado de Lucas con el plus de la impronta generacional; de haber aprendido y disfrutado como espectadores de sus películas y de cómo se debe crear y prolongar una mitología con nueva sangre, nuevo aire, pero siempre desde la misma ingeniudad y desfachatez que solamente se permiten aquellos que no le temen a usar su imaginación, el arma más poderosa del universo.
Título: Star Wars, los últimos Jedi
Título Original: Star Wars: The Last Jedi
Dirección: Rian Johnson
Intérpretes: Daisy Ridley, Mark Hamill, Carrie Fisher y John Boyega
Género: Fantasía, Secuela
Clasificación: Apta mayores de 13
Duración: 150 minutos
Origen: Estados Unidos
Año de realización: 2017
Distribuidora: Buena Vista
Fecha de Estreno: 14/12/2017
Puntaje: 8 (ocho)