Por Juan Samaja
Lola, una agente de inteligencia del Estado, convence a su pareja (Edgardo, nombre de guerra: `Nesquick´) de entregar una misteriosa caja, cuyo contenido pondrá el peligro su vida y de quienes la rodean. `Nesquick´ acepta el encargo, pues significa una gran cantidad de dinero, pero a los pocos días Lola es asesinada. Todavía en posesión de la caja, de las coordenadas para la entrega, y del nombre clave del receptor del encargo, `Nesquick´ decide concretar el trabajo, pues ya no tiene nada que perder. Sin embargo, la misión aparentemente sencilla se complica de un modo paroxístico por una segunda labor que `Nesquick´ acepta, y que pondrá en peligro todo el encargo: el secuestro del hermano del `Tano´ Acardo, arquero del Arsenal, a quien la mafia busca chantajear para que se deje meter los goles y así ganar una apuesta millonaria.
CRÍTICA
El relato está estructurado a partir de un sofisticado y virtuoso contrapunto entre dos situaciones que se entrelazan a lo largo de todo el argumento: 1) la situación policial, vinculada a la entrega de una misteriosa caja, y de un secuestro encargado por la mafia del fútbol, y 2) el concurso radiofónico de preguntas y respuestas sobre la historia de Racing, en el cual Diego (la víctima secuestrada) pretende salir victorioso a toda costa. La principal virtud de esta estrategia narrativa se expresa en una orquestada combinación de giros temáticos que refutan o amplían la experiencia espectatorial, junto a elementos constantes y de gran previsibilidad, que brindan al relato una solidez estructural firme y contundente, al mismo tiempo que ofrece un campo narrativo fértil para asimilar los quiebres de expectativas que el relato propone.
El hombre que está solo y espera
El segmento I se inicia con un hombre detenido en un Dodge celeste a la vera de un río o de una laguna. Se lo ve inquieto, expectante. Como espectador (y porque se trata de una tópica policial), infiero que el personaje espera algo o a alguien, todavía no sé para qué, pero está claro que se trata de algo delictivo. Mientras espera establecer el contacto, escucha la radio en el Dodge; se trata de un programa de concursos sobre la historia del club Racing de Avellaneda. El premio: 200.000 pesos.
Todavía no me entero de que el personaje se llama Diego (de esto me anoticiaré mucho más tarde), como tampoco puedo sospechar aun la verdad de su situación. Sí advierto su gesto de fastidio y desazón ante el magro desempeño de un oyente radiofónico cuya ignorancia sobre los datos del club ofenden su sentimiento de un auténtico fanático. En este preciso momento es cuando descubro en el personaje el gesto adusto del entendido, del experto. Entonces me doy cuenta de algo irremediable: está destinado a ganar el concurso.
Sin embargo, todo este cúmulo de certezas se pulveriza ante la caída desde el aire de un cuerpo sobre el parabrisas del Dodge. El personaje y yo, por primera vez, compartimos un mismo desconcierto, una ignorancia cósmica, un gesto de sorpresa frente a una situación tan imprevista como desconcertante (y aquel miedo de que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas, tematizado por Goscinny y Uderzo en las aventuras de Asterix, recibe su toma ejemplar). Unos segundos más tarde, el avión (desde donde ha caído el cuerpo) se estrella frente a la roca; una mujer ha conseguido sobrevivir. El encuentro entre la mujer y nuestro personaje constituye la primera clausura significativa de la trama.
La aparición de la muchacha todavía puedo asimilarla a lo que yo mismo como espectador he venido construyendo, a partir de los pacientes indicios que el relato ofrece. En verdad su presencia no es ninguna continuidad, sino el inicio de la trama subsiguiente, pero yo todavía no estoy en condiciones de descubrirlo. En esos primeros momentos, a la muchacha la imagino como el contacto que el personaje ha estado esperando, sin embargo, la interpelación de la muchacha rápidamente me va a mostrar que las apariencias, como los sueños de Segismundo, son sólo eso.
Dialéctica de la víctima y el victimario
El segundo segmento pone en escena una inversión categórica: muestra que el protagonista (ahora conozco su nombre: Diego Ramírez Acardo) ha sido inicialmente la víctima de un secuestro; que ha logrado liberarse, y que ha hecho de su propio secuestrador, una víctima, volviéndose él mismo secuestrador. El cambio de rol queda reforzado materialmente en el gesto de Diego Acardo de quitarle a Nesquick su chaqueta de cuero para vestirla él mismo, como un cordero que se calza la piel del lobo que ha querido devorarlo.
Esta misma inversión, con los mismos personajes y la misma trama, Loreti ya la había anticipado en un cortometraje de 2019 (Pinball, disponible aquí). Como en Punto rojo, Pinball hace del secuestrador una víctima de su propia víctima, pero con una diferencia significativa importante: mientras que en el desenlace del corto los dos personajes devienen una misma y fatal víctima por medio de una idéntica y misma acción (pues el mismo disparo del revolver mata al secuestrador y condena al secuestrado al encierro); en Punto rojo, por el contrario, los personajes se bifurcan de manera constante: si Edgardo (Nesquick) es torpe, crédulo, y entrega sus secretos ante la primera adversidad; Diego, por el contrario, es meticuloso, preciso, contundente. Y aquí donde Nesquick fracasa en su empresa de obtener un monto que le cambiaría la vida, este Diego triunfa y se consagra.
La inversión de la inversión se completa, finalmente con un giro de gran inteligencia narrativa por parte del realizador; para quien conoce el cortometraje de antemano, es aún más sorpresivo el giro que toma el relato, ya que Demián Salomón (que interpreta a Diego Acardo en Punto rojo) encarna en Pinball al personaje de Nesquick.
“¿Che, qué carajo hay acá adentro?”
El segundo giro importante del relato ocurre en el segmento III, con el revelado de la trama presuntamente central, que ha quedado accidentalmente desviada por un imprevisto. El personaje sobre el cual el relato se ha estado organizando durante los primeros 33 minutos, e incluso el asunto del secuestro, y todo lo vinculado a Diego, que hasta ahora parecían designados a desempeñar el eje central de la operación, todo se desvanece, para quedar a la vista la intrascendencia, lo accidental y lo superfluo. En otras palabras, la inversión en el nivel de los personajes, ahora se presenta en el nivel de las tramas; el evento principal (el secuestro) ahora se nos manifiesta como un accidente al interior de un plan más amplio.
Lo que este segundo giro demuestra es el modo en que puede estropearse un plan muy simple, cuando se subestiman alguno de los elementos involucrados. El propio Nesquick, reconoce de hecho que la combinación de los dos trabajos (el secuestro y la entrega de la caja) le parecían entonces una idea viable, precisamente porque consideraba al secuestro (y por defecto, a Diego) como un trabajo menor y de poca monta, un gol que se podía hacer de taquito. La subestimación sobre el secuestro incluso queda expresada en la devaluación del monto que Nesquick espera cobrar por el rescate de Diego, en relación al monto que aquél espera obtener por el contenido de la caja: 200.000 dólares por la caja, contra 200.000 pesos por Diego.
“Yo nací listo”: el hilo de Ariadna en el laberinto del minotauro
En medio de todos estos desvíos e inversiones, en medio de todas las certezas que van cayendo, lo único que persiste incólume es el segmento asociado al concurso radiofónico sobre la historia de Racing, dosificado con mano maestra a lo largo de todo relato. Este segmento funciona como un gran nexo, como el campo absoluto de la certeza, entre lo constantemente mudable.
La constancia del tópico del concurso se expresa en dos niveles: por un lado, porque es el único núcleo temático que se mueve en una misma dirección sin resignificarse ninguna de sus partes, desarrollándose de modo lineal; pero además porque, a diferencia de los otros segmentos, este en particular es el único expresamente previsible desde el inicio. Como espectador, no me cabe duda que Diego está destinado a ganar ese concurso, y en ningún momento el relato ofrece el más mínimo elemento para dudar de que así será. Incluso la resistencia física casi absurda y surrealista que manifiesta Diego en sus enfrentamientos con “Meche” son también un elemento de refuerzo que permite anticipar que nada ni nadie se interpondrán en la consubstanciación de ese premio. Esta previsibilidad tan marcada podría derivar en monotonía si no fuese por el contrapunto que se establece con los restantes segmentos: un equilibrio virtuoso entre la línea sinuosa de lo incierto y el determinismo finalista.
Pero el contrapunto no se da únicamente entre lo constante y lo inconstante, sino también entre el fracaso y el triunfo; es el único segmento donde uno de los personajes consigue realizar lo que pretende: donde las acciones garantizan un resultado exitoso. En este sentido, los personajes de Nesquick y Meche parecen formar parte de ese universo caleidoscópico de perdedores que nos ofrece Nic Loreti en casi todas sus producciones anteriores.
Las comparaciones son odiosas, pero en este caso creo que se justifican; Loreti viene exhibiendo una habilidad rara y virtuosa para el relato clásico; habilidad que lejos de rigidizarse en un facilismo formulista, parece recrearse con cada contenido. En nuestro país el otro realizador que –a mi entender- compite en esa misma liga es Damián Szifrón. Pero el mundo de Szifrón no es un universo ennoblecido por esa marginalidad que en Loreti parece justificar la existencia de lo auténtico; los personajes del director de Los Simuladores, de Relatos Salvajes y de Tiempo de Valientes, o bien son personajes socialmente ya consagrados, o en vías de una consagración social que está a la altura de sus recursos. Por el contrario, si uno revisa toda la producción anterior de Nic Loreti, podrá advertir que su mundo está poblado por individuos marginales que a duras penas intentan boquear sobre la superficie social, en una sociedad que constantemente busca hundirlos, y generalmente lo consigue. En ese mundo, donde la carta de ciudadanía es el fracaso, Diego Acardo es un paria. Y ésta podría considerarse la última inversión, una que incluso va más allá de la diégesis de este film individual, para reposicionarse al nivel de la poética del autor.
La presencia de Diego en un mundo de personajes torpes, descuidados y cobardes se nos ofrece como una anomalía, como un elemento infiltrado, tan desencajado como la torpeza de Nesquick (incluso de su apodo) respecto del medio en el que pretende desenvolverse. Ambos constituyen el núcleo molecular de la comedia que complementa el relato de acción policial.
Para terminar, me permito una pequeña crítica constructiva. Creo que el núcleo temático asociado a la caja misteriosa ha quedado un poco desconectado del resto del relato, y, sobre todo, el personaje principal asociado (Meche) queda un poco desarticulado en relación a los personajes restantes.
Si bien todo el evento del secuestro se presenta como una ampliación del cortometraje Pinball, la anécdota del concurso radiofónico colabora significativamente a un desarrollo que se percibe finalmente de un modo orgánico. En tanto Nesquick tiene una historia previa con Diego (mostrada en el flashback) su presencia también se percibe como naturalmente articulada. Sin embargo, no ocurre lo mismo con el personaje de “Meche”; ella simplemente irrumpe desde un afuera narrativo, que deja al espectador la sensación de un elemento que no termina de encajar.
Más allá de este detalle, la película ofrece al espectador un producto de calidad que vale la pena conocer.
Título: Punto rojo.
Título Original: Idem.
Dirección: Nicanor Loreti.
Intérpretes: Moro Anghileri, Edgardo Castro, Demián Salomón, Constanza Cardillo, Matías Lértora, Paula Manzone, Juan Palomino y Pablo Sala.
Género: Thriller.
Clasificación: Apta mayores de 16 años.
Duración: 80 minutos.
Origen: Argentina.
Año de realización: 2021.
Distribuidora: Independiente.
Fecha de Estreno: 17/02/2022.
Puntaje: 9 (nueve)