Por Pablo Arahuete
Partir del supuesto de una verdad, y más aún si se trata de un documental, domestica la mirada. Más allá del innecesario comienzo de esta reseña, en realidad lo importante cuando se cree en “la verdad” obedece a que se descree de las mentiras. ¿Y si las mentiras son más verdaderas que las supuestas verdades? Habría que preguntarse entonces cuál es el sentido de buscarla. La realizadora Toia Bonino sabe de antemano que en su derrotero y búsqueda encontrará personajes que oculten, otros que revelen y un hecho fáctico: la muerte de un joven acusado de delincuente, quien durante su estadía carcelaria admite y se jacta de ese modo de vida. Lo fáctico también se interpreta desde diferentes ópticas, la más fácil es la de víctimas y victimarios, rubricada por los medios de comunicación y la representación del imaginario colectivo deformada por intereses a los que la verdad no les resulta rentable. Por eso, Orione construye su mirada en forma panóptica, multiplica la visión para ver más allá de la imagen. Primero, un archivo elegido con retazos de vida hogareña, de sonrisas a cámara y el discurso habitual de Alejandro, quien comparte reuniones con sus seres queridos. El mismo Alejandro que se entregó a la vida fácil y salió a robar y a matar, así como a la deriva de que alguna vez algo saliera mal y su suerte terminara. Su madre lo recuerda, y como toda madre habla de un hijo y no de ese delincuente que en la imagen televisiva, o en la bandeja de la morgue, ni siquiera tiene nombre. En el medio, otros ojos desenfocan la imagen, el momento del tatuaje en ese mismo cuerpo que luego se reconoce en la morgue, o tal vez el mundillo de la delincuencia con sus actores y su obra, mientras otros ojos se preguntan por lo que están viendo.
