Por Joan Segovia
Guillaume Senez se muda de continente para contar la historia de un hombre que lo ha perdido todo menos la esperanza. Un amor incompleto sigue a Jay, un taxista francés que vive en Tokio desde hace años, que no logra encontrar a su hija, separada de él por una madre distante y un sistema de custodia que no deja resquicios. Justo cuando está a punto de regresar a Francia, un encuentro inesperado le llena de optimismo y lo empuja a seguir buscando una reconciliación que parece imposible. La película se mueve entre las calles frías de Tokio y los silencios de un hombre que no encuentra su lugar en ninguna parte, ni en el país que lo acoge ni en la familia que dejó atrás. Un hombre roto por dentro en una sociedad que no le permite exponer sus emociones.

Senez vuelve sobre un tema que ya ha explorado antes: la paternidad como territorio de pérdida y reconstrucción. Desde Keeper y Our Struggles, su cine mantiene una coherencia en el enfoque, tratándolo siempre sin maquillaje y con crudeza. Aquí cambia de idioma y de escenario, pero no de sensibilidad. Lo que logra es un retrato íntimo de un padre roto, con la paciencia de quien entiende que el dolor cotidiano también tiene ritmo, y que el tiempo —más que la acción— define al personaje. La decisión de ambientar la historia en Japón no es caprichosa: Senez se apropia de una cultura ajena para subrayar el aislamiento emocional que padece y al que se enfrenta el protagonista.
Romain Duris sostiene la película como suele hacerlo. Su Jay es un hombre que parece haber desaprendido a respirar. Lo vemos perdido entre el tránsito, en las pausas entre un cliente y otro, en la torpeza de los saludos, en las conversaciones que no llegan a ningún sitio. Duris trabaja con los ritmos de su personaje que parecen marcar lo derrotado que está por su situación, y su interpretación evita la trampa del héroe melancólico. Es un tipo común que intenta recomponer los pedazos de su vida y fracasa a cada intento, pero sin rendirse del todo. Esa contención hace que el personaje resulte más cercano, y cuando la emoción finalmente se abre paso, lo hace más sincero.
Judith Chemla aporta un contrapeso necesario: su personaje, Jessica, tiene algo de eco y de espejo, una figura que aparece y desaparece, y que permite que el relato respire fuera de Jay. No hay química romántica entre ellos, sino una solidaridad difusa, provocada por el dolor que les une. La joven Mei Cirne-Masuki, que interpreta a Lily, está dirigida con acierto; su presencia escasa pero decisiva refuerza la sensación de distancia que tiene con Jay, como si su rostro fuera apenas un recuerdo tangible. En conjunto, el reparto funciona y hay coherencia con el drama que nos plantea.
En lo técnico, la película mantiene el tono sobrio característico de Senez. La fotografía de Elin Kirschfink juega con luces frías, reflejos en vidrios y una paleta dominada por el gris y el azul más oscuro, sin convertir Tokio en postal turística. Es una ciudad real, sucia, llena de ruido, pero filmada con respeto y distancia. El montaje de Julie Brenta es contenido, con un ritmo pausado que podría impacientar a algunos, pero que se ajusta al carácter introspectivo del relato. La música de Olivier Marguerit aparece con discreción, reforzando los momentos de desamparo sin manipular y las canciones usadas a lo largo del film refuerzan muy bien el vacío que llena tanto a Jay como a Jessica. Todo parece pensado para mantener la coherencia de un tono que busca el dramatismo sin dejarse llevar por él.
Más allá de su historia concreta, Un amor incompleto abre una herida reconocible en muchos países: la de los padres y madres que, tras una separación, pierden el derecho real a ver a sus hijos. En Japón, donde la custodia compartida no está legalmente reconocida, los progenitores no custodios —a menudo extranjeros— quedan fuera del vínculo sin opciones de recuperación. Senez no convierte esto en una denuncia explícita, pero la injusticia es latente en toda la película. En comparación con lugares como España o Argentina, donde la ley contempla la custodia compartida o las visitas reguladas, el contraste es abismal: en el Japón de Jay, el gobierno japonés protege la estabilidad formal del niño a costa de amputar vínculos. Esa idea —la de un amor que existe pero no puede ejercerse— es lo que sostiene todo el film.

Lo que Senez propone es una observación honesta, casi documental, de una soledad que se vuelve rutina, sin moralejas ni edulcorantes. Jay podría ser cualquier padre o madre que ha sido desplazado por la burocracia, que sigue amando pero sin un espacio legal para hacerlo. La película no busca indignar, sino mostrar lo absurdo de aceptar esa pérdida como algo natural. En ese sentido, Un amor incompleto trasciende el drama individual y toca un nervio social profundo. Puede parecer mínima, pero esa austeridad es también su apuesta: confiar en que el espectador reconozca el vacío sin que nadie se lo subraye. Cuando llega el cierre solo queda una certeza: el amor, por más persistente que sea, no siempre encuentra su lugar.
Título: Un amor incompleto. Título original: Une part manquante. Dirección: Guillaume Senez. Intérpretes: Romain Duris, Judith Chemla, Mei Cirne-Masuki, Tsuyu Shimizu, Shungiku Uchida, Yumi Narita, Patrick Descamps, Shinnosuke Abe y Morio Agata. Género: Drama. Calificación: AM 13 años. Duración: 98 minutos. Origen: Francia/ Bélgica/ Japón/ EE.UU. Año de realización: 2024. Distribuidora: Mirada Distribución. Fecha de estreno: 30/10/2025.
Puntaje: 8 (ocho)
