Por Joan Segovia, corresponsal en España
Sitges 2025 – Día 4: La jornada más reflexiva del festival
El domingo amaneció con esa calma engañosa que precede al cansancio de mitad de festival. El sol seguía firme, las terrazas llenas y la resaca de la Zombie Walk aún flotaba por las calles: manchas de sangre falsa en los adoquines, restos de maquillaje en las papeleras y algún zombie desorientado que todavía no había vuelto a su forma humana. Las colas se retomaban con la naturalidad de quien lleva ya días sin distinguir entre el desayuno y el almuerzo. Sitges seguía su marcha implacable entre cafés y bocadillos comidos a toda prisa.

Empecé el día con La vida de Chuck, la nueva película de Mike Flanagan, adaptación de la novela corta de Stephen King. Más que una historia, parece una elegía: tres actos que retroceden desde la muerte del protagonista hasta su infancia, desarmando la vida de un hombre corriente como si cada fragmento fuese una cápsula de memoria. Flanagan deja de lado el terror que domina su filmografía para irse a lo emocional, lo existencial y, a ratos, lo cósmico. Lo hace con delicadeza, pero también con una inclinación a lo sentimental que a veces empalaga. Tom Hiddleston sostiene bien la película, con una mezcla de melancolía y serenidad que mantiene el pulso incluso cuando el guion se vuelve más poético de lo necesario. Se nota la ambición y el cariño, pero también la tentación de adornar en exceso la historia.

Por la tarde me metí con la producción animada Decorado, lo nuevo de Alberto Vázquez. Y aunque su animación es impecable, la sensación que me dejó fue la de una propuesta a medio gas. Hay varias oportunidades perdidas, temas que asoman y luego se esfuman, y una reflexión existencialista que se queda corta. La película gira en torno a Arnold, un ratón de mediana edad que empieza a notar que algo no encaja en su mundo, mientras la megacorporación ALMA controla cada aspecto de la vida cotidiana. El punto de partida es potente, perfecto para un discurso feroz sobre el control social y la manipulación del consumo, pero el guion nunca se atreve a morder. Lo que en Unicorn Wars era mala leche, aquí se vuelve melancolía cómoda. No es mala película —se disfruta y estéticamente es de diez—, pero le falta esa incomodidad, ese filo que uno espera de Vázquez. Se queda en una parábola amable donde podría haber sido comentario ácido sobre la sociedad del consumo.

Ya entrada la noche, vi Exit 8, y aquí sí que salí encantado. Adaptar un videojuego minimalista, sin trama ni personajes, parecía un suicidio creativo, pero Genki Kawamura lo convierte en una de las películas más absorbentes del festival. Un hombre atrapado en una estación de metro que se repite en bucle, obligado a avanzar solo cuando “no haya anomalías”. Lo que en principio es una premisa sencilla se transforma en una metáfora potente sobre la rutina, el conformismo y la obsesión por el camino seguro. Kawamura logra lo que pocos: convertir el tedio y la repetición en algo trascendente. No necesita sustos ni giros espectaculares, solo un pulso firme y una idea clara: vivimos atrapados en nuestros propios bucles, incapaces de mirar atrás salvo cuando algo interrumpe la marcha. Cine conceptual, elegante y con más alma de lo que parece. Directo a la selecta lista de adaptaciones de videojuegos al cine que son realmente buenas películas.
El cuarto día terminó con esa sensación tan propia de Sitges: la cabeza llena de ideas y los ojos cansados. Tres películas, tres formas distintas de hablar del tiempo y la existencia, desde el ocaso de un hombre hasta los pasillos infinitos de un metro japonés. Solo me cabía esperar que el resto del festival siguiera trayendo películas que invitasen a la reflexión como estas.
